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Tecera Prédica de Adviento 2012


''LES ANUNCIO UNA GRAN ALEGRÍA''


Tercera predicación de Adviento: ''Evangelizar a través de la alegría''

Por P. Raniero Cantalamessa
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 21 diciembre 2012 (ZENIT.org).- Después de reflexionar sobre la gracia del Año de la Fe y sobre el aniversario del Vaticano II, dedicamos esta última meditación de Adviento al tercer gran tema del año, la evangelización. El papa ha invitado a la Iglesia a hacer de este año una oportunidad para redescubrir "la alegría del encuentro con Cristo", la alegría de ser cristianos. Haciéndome eco de esta exhortación, voy a hablar de cómo evangelizar a través de la alegría. Lo hago permaneciendo lo más posible, en relación al tiempo litúrgico que vivimos, de modo que sirva también como preparación para la Navidad.
1. La alegría escatológica
En los "evangelios de la infancia", Lucas, "inspirado por el Espíritu Santo", ha conseguido no solo presentarnos los hechos y los personajes, sino también recrear la atmósfera y el estado de ánimo en que se vivieron esos acontecimientos. Uno de los elementos más evidentes de este mundo espiritual es la alegría. La piedad cristiana no se equivocó cuando llamó a los hechos de la infancia de Jesús, los «misterios gozosos», misterios de la alegría.
En Zacarías, el ángel promete que habrá "alegría y gozo" por el nacimiento de su hijo y que muchos "se alegrarán" por él (cf. Lc. 1, 14). Hay una palabra griega que, a partir de este momento, volverá a aparecer en la boca de varios personajes, como una especie de tono continuo y es el término agallìasis, que significa "la alegría escatológica por la irrupción del tiempo mesiánico." Ante el saludo de María, la criatura "exultó de alegría" en el vientre de Isabel (Lc. 1, 44), preanunciando, por lo tanto, la alegría del "amigo del esposo" por la presencia del novio (Jn. 3, 29s) . La nota alcanza un primer alto en el grito de María: "¡Mi espíritu se alegra (egallìasen) en Dios!" (Lc. 1, 47); se extiende a través de la alegría calma de los amigos y de los parientes en torno a la cuna del Precursor (cf. Lc. 1, 58), para finalmente explotar con toda su fuerza, en el nacimiento de Cristo, en el grito de los ángeles a los pastores: "Les anuncio una gran alegría" (Lc. 2, 10).
No se trata solo de algunas referencias dispersas de alegría, sino de un ímpetu de alegría calma y profunda que atraviesa los "evangelios de la infancia" de principio a fin, y se expresa de muchas y diferentes maneras: en el impulso con el que María se levanta para ir donde Isabel y de los pastores para ir a ver al Niño, en los gestos humildes y típicos de la alegría, que son las visitas, los augurios, los saludos, las felicitaciones, los regalos. Pero, sobre todo, se expresa en el estupor y en la gratitud conmovida de estos protagonistas: "¡Dios ha visitado a su pueblo! [...] ¡Se ha acordado de su santa alianza. Lo que todos los fieles habían pedido --que Dios recuerde sus promesas--, ¡ya sucedió! Los personajes de los "evangelios de la infancia" parecen moverse y hablar en la atmósfera del sueño cantado en el Salmo 126, el salmo de la vuelta del exilio:
"Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía que soñábamos:
nuestra boca se llenó de risas
y nuestros labios, de canciones.
Hasta los mismos paganos decían:
«¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!».
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros
y estamos rebosantes de alegría! "
María hace suya la última expresión de este salmo, cuando exclama, "Ha hecho en mi favor cosas grandes, el Todopoderoso". Estamos ante el ejemplo más puro de la "sobria embriaguez" del Espíritu. La suya es una verdadera "embriaguez" espiritual, pero es "sobria". No se exaltan, no se preocupan en tener un puesto más o menos importante en el incipiente Reino de Dios. No se preocupan siquiera en ver el final; Simeón, de hecho, dice que el Señor ahora puede dejarlo incluso ir en paz, que desaparezca. Lo que importa es que la obra de Dios avance, no importa si con ellos o sin ellos.
2. De la liturgia a la vida
Pasemos ahora de la Biblia y de la liturgia a la vida, a la cual se dirige siempre la palabra de Dios. La intención del evangelista Lucas no es solo de narrar, sino también de involucrar a la audiencia y atraerla, como a los pastores, a una alegre procesión a Belén. "Quien lee estas líneas --dice un exegeta moderno--, está llamado a compartir la alegría; solo la comunidad concelebrante de los creyentes en Cristo, y de sus fieles, puede estar a la altura de estos textosi."
Esto explica por qué los evangelios de la infancia tienen tan poco que decir a quien busca en ellos sólo la historia y tienen en cambio tanto que decir a quien busca en ellos también el significado de la historia, como hace el santo padre en su último volumen sobre Jesús. Hay muchos hechos que acaecieron pero no son “históricos” en el sentido mas alto del término, porque no han dejado traza en la historia, no han creado nada. Los hechos relativos al nacimiento de Jesús son hechos históricos en el sentido más fuerte, porque no sólo acaecieron, sino que incidieron, y en modo determinante, en la historia del mundo.
Regresamos al tema de la alegría. ¿De dónde nace la alegría? La fuente última de la alegría es Dios, la Trinidad. Pero nosotros estamos en el tiempo y Dios está en la eternidad; ¿cómo puede fluir la alegría entre estos dos planos así distantes? De hecho, si escudriñamos mejor la Biblia, descubrimos que la fuente inmediata de la alegría está en el tiempo: es el actuar de Dios en la historia. ¡Dios que actúa! En el punto donde "cae" una acción divina, se produce como una vibración y una ola de alegría que se extiende, después, por generaciones, incluso --en el caso de las acciones dadas por la revelación--, para siempre.
La acción de Dios es, cada vez, un milagro que llena de maravilla el cielo y la tierra: "¡Alégrate cielo; Yahvé lo ha hecho! --dice el profeta--, ¡clamen , profundidades de la tierra!" (Is. 44, 23; 49, 13). La alegría que viene del corazón de María y de los otros testigos de los inicios de la salvación, se basa toda ella en este motivo: ¡Dios ha auxiliado a Israel! ¡Dios ha actuado! ¡Ha hecho cosas grandes!
¿Cómo puede, esta alegría por la acción de Dios, alcanzar a la Iglesia de hoy y contagiarla? Lo hace, en primer lugar, a través de la memoria, en el sentido de que la Iglesia "recuerda" las maravillas de Dios en su favor. La Iglesia está invitada a hacer suyas las palabras de la Virgen, "Ha hecho en mi favor cosas grandes, el Todopoderoso". El Magnificat es el cántico que María cantó primero, como corifea, y ha dejado a la Iglesia que la prolongue por los siglos. ¡Grandes cosas ha hecho, en realidad, el Señor por la Iglesia, en estos veinte siglos!
Tenemos, en cierto sentido, más razones objetivas para regocijarnos, de las que tenían Zacarías, Simeón, los pastores y, en general, toda la Iglesia primitiva. Esta comenzó "esparciendo la semillapara la siembra", como lo dice el Salmo 126 mencionado anteriormente; había recibido las promesas: "¡Yo estoy con ustedes!" y los encargos: "¡Vayan por todo el mundo!". Nosotros hemos visto el cumplimiento. La semilla creció, el árbol del Reino se ha hecho inmenso. La Iglesia de hoy es como el sembrador que "vuelve con alegría, trayendo sus gavillas".
¡Cuántas gracias, cuántos santos, cuánta sabiduría de doctrina y riqueza de instituciones, cuánta salvación obrada en ella y por ella! ¿Cuál palabra de Cristo no ha encontrado su perfecto cumplimiento? Ha encontrado cierto cumplimiento la palabra:"En el mundo tendrán tribulación" (Jn. 16, 33), pero también la ha encontrado las palabras: "Las puertas del infierno no prevalecerán" (Mt. 16, 18).
¿Con derecho puede la Iglesia hacer suyo, ante las filas sinnúmero de sus hijos, la maravilla de la antigua Sión y decir: “¿Quién me ha dado a luz a estos? Yo no tenía hijos y era estéril; ¿y a estos quién los crió?" (Is. 49, 21). ¿Quién, mirando hacia atrás con los ojos de la fe, no ve cumplidas perfectamente en la Iglesia las palabras proféticas dirigidas a la nueva Jerusalén, reconstruida después del exilio?: "Alza los ojos en torno y mira: todos se reúnen y vienen a ti; tus hijos vienen de lejos [...]. Tus puertas, siempre abiertas, [...] para que entren a ti las riquezas de los pueblos" (Is. 60, 4.11).
¡Cuántas veces la Iglesia ha tenido que ampliar, en estos veinte siglos --aunque si no siempre, sí ha sucedido con prontitud y sin resistencia--, el "espacio de su tienda", es decir, la capacidad de acoger, para dejar entrar la riqueza humana y cultural de los diversos pueblos! Para nosotros, hijos de la Iglesia que nos nutrimos "por la abundancia de su pecho", se nos dirige la invitación del profeta a alegrarnos por la Iglesia, a "llenarnos de alegría por ella", después de haber asistido a su duelo (cf. Is. 66,10).
La alegría por la acción de Dios llega, por lo tanto a nosotros, los creyentes de hoy, a través de la memoria, porque vemos las grandes cosas que Dios ha hecho por nosotros en el pasado. Pero nos llega también de otra manera no menos importante: a través de la presencia, ya que constatamos que incluso ahora, en el presente, Dios está obrando entre nosotros, en la Iglesia.
Si la Iglesia quiere encontrar, en medio de todas las angustias y las tribulaciones que la afligen, la vía del coraje y de la alegría, debe abrir bien los ojos sobre lo que Dios está haciendo hoy en ella. El dedo de Dios, que es el Espíritu Santo, está escribiendo todavía en la Iglesia y en las almas y está escribiendo historias maravillosas de santidad, de tal manera que un día --cuando desaparezca todo lo negativo y el pecado--, harán, tal vez, ver a nuestro tiempo con asombro y santa envidia.
¿Actuando así, cerramos quizá los ojos a los tantos males que afligen a la Iglesia y a las traiciones de tantos de sus ministros? No, pero desde el momento en que el mundo y sus medios de comunicación no destacan, de la Iglesia, sino estas cosas, es bueno por una vez elevar la mirada y ver también su lado luminoso, su santidad.
En cada época --incluso en la nuestra--, el Espíritu dice a la Iglesia, como en la época del Deuteroisaías: "Pues desde ahora te cuento novedades , secretos que no conocías; cosas creadas ahora, no antes, que hasta ahora no habías oído" (Is. 48, 6-7). ¿No es una "cosa nueva y secreta", este poderoso aliento del Espíritu que reanima el pueblo de Dios y despierta en medio de este, carismas de todo tipo, ordinarios y extraordinarios? ¿Este amor por la palabra de Dios? ¿Esta participación activa de los laicos en la vida de la Iglesia y en la evangelización? ¿El compromiso constante del magisterio y de tantas muchas organizaciones en favor de los pobres y de los que sufren, y el deseo de reparar la unidad rota del Cuerpo de Cristo? ¿En qué época pasada, la Iglesia ha tenido una serie de papas doctos y santos como desde hace un siglo y medio a hoy, y tantos mártires de la fe?
3. Una relación diferente entre la alegría y el dolor
Del plano eclesial pasamos al plano existencial y personal. Hace unos años hubo una campaña promovida por el ala del ateísmo militante, cuyo eslogan publicitario, publicado en el transporte público de Londres, decía: "Probablemente Dios no existe. Así que deja de atormentarte y disfruta de la vida": “There’s probably no God. Now stop worrying and enjoy your life”.
El elemento más insidioso de este slogan no es la premisa "Dios no existe" (que debe ser probado), sino la conclusión: "¡Disfruta de la vida!". El mensaje subyacente es que la fe en Dios impide disfrutar de la vida, es enemiga de la alegría. ¡Sin este habría más felicidad en el mundo! Tenemos que dar una respuesta a esta insinuación que mantiene alejados de la fe sobre todo a los jóvenes.
Jesús ha obrado, en el plano de la alegría, una revolución de la que es difícil exagerar el alcance y que puede ser de gran ayuda en la evangelización. Es una idea que creo ya haber dicho en este mismo lugar, pero el tema lo requiere. Hay una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que, cuando al alzarse una ola en el mar, le sigue una disminución y un vacío que succiona al náufrago. "Un no sé qué de amargo --escribió el poeta pagano Lucrecio--, surge del íntimo mismo de cada placer y nos angustia en medio de las delicias"ii. El uso de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida, proporcionan la embriaguez del placer, pero conducen a la disolución moral, y a menudo también física, de la persona.
Cristo ha invertido la relación entre el placer y el dolor. El "por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo" (Hb. 12,2). Ya no es un placer que termina en sufrimiento, sino un sufrimiento que lleva a la vida y a la alegría. No se trata solo de una diferente sucesión de las dos cosas; es la alegría, de este modo, la que tiene la última palabra, no el sufrimiento, y una alegría que durará para siempre. "Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte no tiene ya señorío sobre él" (Rm. 6,9). La cruz termina con el Viernes Santo, la dicha y la gloria del Domingo de Resurrección se extienden para siempre.
Esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja incluso en la forma de referirse al tiempo en la Biblia. En el cálculo humano, el día empieza con la mañana y termina de noche; para la Biblia comienza con la noche y termina con el día: "Y fue la tarde y fue la mañana del primer día", dice el relato de la creación (Gn. 1,5). Incluso en la liturgia, la solemnidad comienza con las vísperas de la vigilia. ¿Qué quiere decir esto? Que sin Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche (a veces una "noche oscura"), pero termina en el día, y un día sin ocaso.
Pero hay que evitar una fácil objeción: ¿la alegría es por lo tanto solo después de la muerte? ¿Esta vida no es, para los cristianos, más que un "valle de lágrimas"? Al contrario, ninguno experimenta en esta vida la verdadera alegría como los verdaderos creyentes. Se dice que un día un santo clamó a Dios: "¡Basta con la alegría! Mi corazón no la puede contener más". Los creyentes, exhorta el Apóstol, son "spe gaudentes", gozosos en la esperanza (Rm. 12, 12), que no significa solo que "esperan ser felices" (por supuesto, en el más allá), sino también que "son felices de esperar", felices ya ahora, gracias a la esperanza.
La alegría cristiana es interior; no viene desde fuera, sino desde dentro, como algunos lagos alpinos que se alimentan, no por un río que fluye desde el exterior, sino a partir de una fuente de agua que brota desde su mismo fondo. Nace del actuar misterioso y presente de Dios en el corazón humano en gracia. Puede hacer por lo tanto, que se abunde de alegría incluso en los sufrimientos (cf. 2 Co. 7, 4). Es "fruto del Espíritu" (Ga. 5, 22; Rm. 14, 17) y se expresa en la paz del corazón, plenitud de sentido, capacidad de amar y de ser amado, y por encima de todo, en la esperanza, sin la cual no puede haber alegría.
En 1972, el Consejo de Europa, a propuesta de Herbert von Karajan, adoptó como himno oficial de la Europa unida el Himno a la Alegría que concluye la Novena Sinfonía de Beethoven. Este es sin duda uno de los picos de la música mundial, pero la alegría que allí se canta es una alegría deseada, no realizada; es un grito que se eleva desde el corazón humano, más que una respuesta a la misma.
En el himno de Schiller, que inspiró la letra del mismo, se leen palabras inquietantes: "Aquellos que han tenido la dicha de tener un amigo o una buena esposa, que ha conocido, aunque sea por una hora, qué cosa es el amor, estos se acerquen entonces; pero quien no ha sabido nada de todo esto, mejor que se aleje, llorando, de nuestro círculo". Como se puede ver, la alegría que los hombres "beben de los pechos de la naturaleza" no es para todos, sino solo para algunos privilegiados de la vida.
Estamos lejos del lenguaje de Jesús que dice: "Vengan a mí todos los que estan fatigados y sobrecargados, y yo les daré descanso" (Mt. 11, 28). El verdadero himno cristiano a la alegría es el Magnificat de María. Este habla de una exultanza (agalliasis) del espíritu por lo que Dios ha hecho en ella, y lo hace para todos los humildes y los hambrientos de la tierra.
4. Testimoniar la alegría
Esta es la alegría de la que tenemos que dar testimonio. El mundo busca la alegría. "Al solo escucharla nombrar --escribe san Agustín--, todos se alzan y te miran, por así decirlo, a las manos, para ver si eres capaz de dar algo a su necesidadiii". Todos queremos ser felices. Es lo que es común a todos, buenos y malos. Quien es bueno, es bueno para ser feliz; quién es malo no sería malo sino esperase del poder, para así, ser feliziv. Si todos amamos la alegría es porque, de alguna manera misteriosa, la hemos conocido; si en realidad no la hubiésemos conocido --si no fuésemos hechos por ella--, no la amaríamosv. Este anhelo de la alegría es el lado del corazón humano naturalmente abierto a recibir el "mensaje alegre".
Cuando el mundo llama a la puerta de la Iglesia --incluso cuando lo hace con violencia y con ira--, es porque busca la alegría. Los jóvenes sobretodo buscan la alegría. El mundo a su alrededor es triste. La tristeza, por así decirlo, nos toma de la garganta, en la Navidad más que en el resto del año. No es una tristeza que depende de la falta de bienes materiales, porque es mucho más evidente en los países ricos que en los pobres.
En Isaías leemos estas palabras, dirigidas al pueblo de Dios: "Dicen sus hermanos que los odian, que los rechazan a causa de mi Nombre: que Yahvé muestre su gloria y participemos de su alegría" (Is. 66, 5). El mismo desafío enfrenta silenciosamente al pueblo de Dios, aún hoy. Una Iglesia melancólica y temerosa no estaría, por lo tanto, a la altura de su tarea; no podría responder a las expectativas de la humanidad y especialmente de los jóvenes.
La alegría es el único signo que incluso los no creyentes son capaces de percibir y que puede meterlos seriamente en crisis. No tanto los argumentos y los reproches. El testimonio más hermoso que una esposa puede dar a su marido es un rostro que muestre la alegría, porque eso dice, por sí mismo, que él ha sido capaz de llenar su vida, de hacerla feliz. Este es también el testimonio más hermoso que la Iglesia puede prestar a su Esposo divino.
San Pablo, dirigiéndole a los cristianos de Filipos aquella invitación a la alegría que da el tono a toda la tercera semana de Adviento: "Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres". explica también cómo se puede ser testigo, en la práctica, de esta alegría: "Que su afabilidad –dice--, sea conocida de todos los hombres" (Flp. 4, 4-5). La palabra "afabilidad" traduce aquí un término griego (epieikès), que indica todo un conjunto de actitudes conformado de misericordia, indulgencia, capacidad de saber ceder, de no ser obstinado. (¡Es la misma palabra de la que se deriva la palabra epicheia, usada en el derecho!).
Los cristianos dan testimonio, por lo tanto, de la alegría cuando ponen en práctica estas disposiciones; cuando, evitando cualquier amargura e inútil resentimiento en el diálogo con el mundo y con los demás, saben irradiar confianza, imitando de esta forma, a Dios, que hace llover su agua también sobre los injustos. Quien es feliz, por lo general, no es amargo, no siente la necesidad de puntualizar todo y siempre; sabe relativizar las cosas, porque conoce de algo que es aún más grande. Pablo VI, en su "Exhortación apostólica sobre la alegría", escrita en los últimos años de su pontificado, habla de una "visión positiva sobre las personas y sobre las cosas, fruto de un espíritu humano iluminado y del Espíritu Santo.vi"
Incluso dentro de la Iglesia, no solo hacia los que están fuera, existe una necesidad imperiosa del testimonio de la alegría. San Pablo dijo de sí mismo y de los demás apóstoles: "No es que pretendamos dominar por encima de su fe, sino que contribuimos a su gozo" (2 Co. 1, 24). ¡Qué maravillosa definición de la tarea de los pastores de la Iglesia! Colaboradores de la alegría: aquellos que infunden seguridad a las ovejas del rebaño de Cristo, los capitanes valientes, con su sola mirada tranquila, alientan a los soldados implicados en la lucha.
En medio de las pruebas y los desastres que afligen a la Iglesia, sobre todo en algunas partes del mundo, los pastores pueden repetir, incluso hoy en día, esas palabras que Nehemías, un día, después del exilio, dirigió al pueblo de Israel abatido y en llanto: "No estén tristes ni lloren [...], porque la alegría de Yahvé es su fortaleza" (Ne 8, 9-10).
Que la alegría del Señor, Santo Padre, venerables padres, hermanos y hermanas, sea realmente, nuestra fuerza, la fuerza de la Iglesia. ¡Feliz Navidad!
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
i H. Schürmann, Il Vangelo di Luca, , I, Paideia, Brescia 1983, p. 172.
ii Lucrezio, De rerum natura, IV, 1129 s.
iii Agostino, De ordine, I, 8, 24.
iv Cf Id., Sermone 150, 3, 4 (PL 38, 809).
v Cf Id., Confessioni, X, 20.
vi Paolo VI, Gaudete in Domino, in “L’Osservatore Romano”, 17 maggio 1975.

Segunda Prédica de Adviento 2012


EL CONCILIO VATICANO II: 50 AÑOS DESPUÉS


Segunda prédica de Adviento, una clave de lectura

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap
1. El Concilio: hermenéutica de la ruptura y de la continuidad
En esta meditación querría reflexionar sobre el segundo motivo de celebración de este año: el 50º aniversario del Concilio Vaticano II.
En las últimas décadas se han multiplicado los intentos de trazar un balance de los resultados del Concilio Vaticano II1. No es el caso de continuar en esta línea, ni, por otra parte, lo permitiría el tiempo a disposición. Paralelamente a estas lecturas analíticas ha existido, desde los años mismos del Concilio, una evaluación sintética, o en otras palabras, la investigación de una clave de lectura del acontecimiento conciliar. Yo quisiera insertarme en este esfuerzo e intentar, incluso, una lectura de las distintas claves de lectura.
Fueron básicamente tres: actualización, ruptura, novedad en la continuidad. Juan XXIII, al anunciar al mundo el concilio, usó repetidamente la palabra «aggiornamento = actualización», que gracias a él entró en el vocabulario universal. En su discurso de apertura del Concilio dio una primera explicación de lo que entendía con este término:
«El Concilio Ecuménico XXI quiere transmitir la doctrina católica pura e íntegramente, sin atenuaciones ni deformaciones, [...]. Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que recorre la Iglesia desde hace veinte siglos [...]. Es necesario que esta doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia, se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo»2.
Sin embargo, a medida que progresaban los trabajos y las sesiones del Concilio, se delinearon dos facciones opuestas según que, de las dos necesidades expresadas por el Papa, se acentuara la primera o la segunda: es decir, la continuidad con el pasado, o la novedad respecto de éste. En el seno de estos últimos, la palabra aggiornamento terminó siendo sustituida por la palabra ruptura. Pero con un espíritu y con intenciones muy diferentes, dependiendo de su orientación. Para el ala llamada progresista, se trataba de una conquista que había que saludar con entusiasmo; para el frente opuesto, se trataba de una tragedia para toda la Iglesia.
Entre estos dos frentes --coincidentes en la afirmación del hecho, pero opuestos en el juicio sobre él--, se sitúa la posición del Magisterio papal que habla de «novedad en la continuidad». Pablo VI, en la Ecclesiam suam, retoma la palabra aggiornamento de Juan XXIII, y dice que la quiere tener presente como «dirección programática»3. Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II confirmó el juicio de su predecesor4 y, en varias ocasiones, se expresó en la misma línea. Pero ha sido sobre todo el actual papa Benedicto XVI el que ha explicado qué entiende el Magisterio de la Iglesia por «novedad en la continuidad». Lo hizo pocos meses después de su elección, en el famoso discurso programático a la Curia romana del 22 de diciembre de 2005. Escuchemos algunos pasajes:
«Surge la pregunta: ¿Por qué la recepción del Concilio, en grandes zonas de la Iglesia, se ha realizado hasta ahora de un modo tan difícil? Pues bien, todo depende de la correcta interpretación del Concilio o, como diríamos hoy, de su correcta hermenéutica, de la correcta clave de lectura y aplicación. Los problemas de la recepción han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos. Por una parte existe una interpretación que se podría llamar “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura”; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. […] A la hermenéutica de la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma».
Benedicto XVI admite que ha habido una cierta discontinuidad y ruptura, pero ésta no afecta a los principios y a las verdades a la base de la fe cristiana, sino a algunas decisiones históricas. Entre éstas enumera la situación de conflictividad que se ha creado entre la Iglesia y el mundo moderno, que culminó con la condena en bloque de la modernidad bajo Pío IX, pero también situaciones más recientes, como la creada por los avances de la ciencia, por la nueva relación entre las religiones con las implicaciones que ello tiene para el problema de la libertad de conciencia; no en último lugar, la tragedia del Holocausto que imponía un replanteamiento de la actitud hacia el pueblo judío.
«Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción. Precisamente en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma».
Si del plano axiológico, es decir, el de los principios y valores, pasamos al plano cronológico, podríamos decir que el Concilio es una ruptura y una discontinuidad respecto al pasado próximo de la Iglesia, y representa, en cambio, una continuidad con respecto a su pasado remoto. En muchos puntos, sobre todo en el punto central que es la idea de Iglesia, el Concilio ha querido realizar una vuelta a los orígenes, a las fuentes bíblicas y patrísticas de la fe.
La lectura del Concilio asumida por el Magisterio, es decir, la de la novedad en la continuidad, tuvo un precursor ilustre en el Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana del cardinal Newman, definido a menudo, también por esto, como «el Padre ausente del Vaticano II». Newman demuestra que, cuando se trata de una gran idea filosófica o de una creencia religiosa, como es el cristianismo, «no se pueden juzgar desde sus inicios sus virtualidades y metas a las que tiende. [...]. Según las nuevas relaciones que tenga, surgen peligros y esperanzas y aparecen principios antiguos bajo forma nueva. Ella muda junto con ellos para permanecer siempre idéntica a sí misma. En un mundo sobrenatural las cosas van de otra forma, pero aquí en la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de muchas transformaciones»5.
San Gregorio Magno anticipaba, de algún modo, esta convicción cuando afirmaba que la Escritura cum legentibus crescit, «crece con aquellos que la leen»6; es decir, crece a fuerza de ser leída y vivida, a medida que surgen nuevas solicitudes y nuevos desafíos por la historia. La doctrina de la fe cambia, por tanto, pero para permanece fiel a sí misma; muda en las coyunturas históricas, para no cambiar en la sustancia, como decía Benedicto XVI.
Un ejemplo banal, pero indicativo, es el de la lengua. Jesús hablaba la lengua de su tiempo; no el hebreo, que era la lengua noble y de las Escrituras (¡el latín del tiempo!), sino el arameo hablado por la gente. La fidelidad a este dato inicial no podía consistir, y no consistió, en seguir hablando en arameo a todos los futuros oyentes del Evangelio, sino en hablar griego a los griegos, latín a los latinos, armenio a los armenios, copto a los coptos, y así siguiendo hasta nuestros días. Como decía Newman, es precisamente cambiando como a menudo se es fiel al dato originario.
2. La letra mata, el espíritu vivifica
Con todo el respeto y la admiración debidos a la inmensa y pionera contribución del cardenal Newman, a distancia de un siglo y medio de su ensayo y con lo que el cristianismo ha vivido entretanto, no se puede, sin embargo, dejar de señalar también una laguna en el desarrollo de su argumento: la casi total ausencia del Espíritu Santo. En la dinámica del desarrollo de la doctrina cristiana, no se tiene en cuenta suficientemente: el papel preponderante que Jesús había reservado al Paráclito en la revelación de esas verdades que los apóstoles no podían entender en el momento y para conducir a la Iglesia «a la verdad plena» (Jn 16, 12-13).
¿Qué es lo que permite hablar de novedad en la continuidad, de permanencia en el cambio, si no es precisamente la acción del Espíritu Santo en la Iglesia? Lo había entendido perfectamente san Ireneo cuando afirma que la revelación es como un «depósito precioso contenido en una vasija valiosa que, gracias al Espíritu de Dios, rejuvenece siempre y hace rejuvenecer también a la vasija que lo contiene»7 . El Espíritu Santo no dice palabras nuevas, no crea nuevos sacramentos, nuevas instituciones, pero renueva y vivifica constantemente las palabras, los sacramentos y las instituciones creadas por Jesús. No hace cosas nuevas, pero, ¡hace nuevas las cosas!
La insuficiente atención al papel del Espíritu Santo explica muchas de las dificultades que se han creado en la recepción del Concilio Vaticano II. La tradición, en nombre de la cual algunos han rechazado el concilio, era una Tradición donde el Espíritu Santo no jugaba ningún papel. Era un conjunto de creencias y prácticas fijado una vez para siempre, no la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en los siglos y que, como toda onda, sólo se puede captar en movimiento. Congelar la Tradición y hacerla partir o terminar en un cierto punto, significa hacer de ella una tradición muerta y no como la define Ireneo, una «Tradición viva». Charles Péguy expresa, como poeta, esta gran verdad teológica: «Jesús no nos ha dado palabras muertas que nosotros debamos encerrar en pequeñas cajas (o en grandes), y que debamos conservar en aceite rancio... Como las momias de Egipto. Jesucristo, niña, no nos ha dado palabras en conserva que haya que conservar. Sino que nos ha dado palabras vivas para alimentar... De nosotros depende, enfermos y carnales, hacer vivir, alimentar y mantener vivas en el tiempo esas palabras pronunciadas vivas en el tiempo»8.
En seguida hay que decir, sin embargo, que también en el lado del extremismo opuesto las cosas no iban de modo distinto. Aquí se hablaba gustosamente del «espíritu del Concilio», pero no se trataba, lamentablemente, del Espíritu Santo. Por «espíritu del Concilio» se entendía ese mayor impulso, valentía innovadora, que no habría podido entrar en los textos del Concilio por las resistencias de algunos y de los compromisos necesarios entre las partes.
Querría tratar ahora de explicar lo que me parece es la verdadera clave de lectura pneumatológica del Concilio, es decir, cuál es el papel del Espíritu Santo en la actuación del Concilio. Retomando un pensamiento audaz de san Agustín a propósito del dicho paulino sobre la letra y el espíritu (2 Cor 3,6) San Tomás de Aquino escribe: «Por letra se entiende cualquier ley escrita que queda fuera del hombre, también los preceptos morales contenidos en el Evangelio; por lo cual también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia de la fe que sana»9.
En el mismo contexto, el santo Doctor afirma: «La ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los creyentes»10. Los preceptos del Evangelio son también la nueva ley, pero en sentido material, en cuanto al contenido; la gracia del Espíritu Santo es la ley nueva en sentido formal, porque da la fuerza para poner en práctica los mismos preceptos evangélicos. Es la que Pablo define como «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2),
Éste es un principio universal que se aplica a cualquier ley. Si incluso los preceptos evangélicos, sin la gracia del Espíritu Santo, serían «letra que mata», ¿qué decir de los preceptos de la Iglesia, y qué decir, en nuestro caso, de los decretos del Concilio Vaticano II? La «implementación», o la aplicación del Concilio no tiene lugar, por lo tanto, de manera inmediata, no hay que buscarla en la aplicación literal y casi mecánica del Concilio, sino «en el Espíritu», entendiendo con ello el Espíritu Santo y no un vago «espíritu del concilio» abierto a cualquier subjetivismo.
El Magisterio papal fue el primero en reconocer esta exigencia. Juan Pablo II, en 1981, escribía: «Toda la labor de renovación de la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha propuesto e iniciado tan providencialmente --renovación que debe ser al mismo tiempo “puesta al día” y consolidación en lo que es eterno y constitutivo para la misión de la Iglesia- no puede realizarse a no ser en elEspíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su virtud»11.
3. ¿Dónde buscar los frutos del Vaticano II?
¿Ha existido, en realidad, este «nuevo Pentecostés»? Un conocido estudioso de Newman, Ian Ker, ha puesto de relieve la contribución que él puede dar, además de al desarrollo del Concilio, también a la comprensión del postconcilio12. A raíz de la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I en 1870, el cardenal Newman se sintió llevado a hacer una reflexión general sobre los concilios y sobre el sentido de sus definiciones. Su conclusión fue que los concilios pueden tener a menudo efectos no pretendidos en el momento por aquellos que participaron en ellos. Estos pueden ver mucho más en ellos, o mucho menos, de lo que sucesivamente producirán tales decisiones.
De este modo, Newman no hacía más que aplicar a las definiciones conciliares el principio de desarrollo que había explicado a propósito de la doctrina cristiana en general. Un dogma, toda gran idea, no se comprende plenamente sino después de que se han visto las consecuencias y los desarrollos históricos; después de que el río --por usar su imagen- desde el terreno accidentado que lo ha visto nacer, descendiendo, encuentra finalmente su lecho más amplio y profundo13.
Ocurrió así a la definición de la infalibilidad papal que en el clima encendido del momento pareció a muchos que contenía mucho más de lo que, de hecho, la Iglesia y el Papa mismo dedujeron de ella. No hizo ya inútil cualquier futuro concilio ecuménico, como alguno temió o esperó en el momento: el Vaticano II es la confirmación14.
Todo esto encuentra una singular confirmación en el principio hermenéutico de Gadamer de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte), según el cual para comprender un texto es preciso tener en cuenta los efectos que haya producido en la historia, al integrarse en esta historia y dialogando con ella15. Es lo que sucede de forma ejemplar en la lectura espiritual de la Escritura. Ella no explica el texto sólo a la luz de lo que lo ha precedido, como hace la lectura histórico-filológica con la investigación de las fuentes, sino también a la luz de lo que le ha seguido; explica la profecía a la luz de su realización en Cristo, el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo.
Todo esto arroja una singular luz sobre el tiempo del postconcilio. También aquí las verdaderas realizaciones se sitúan quizás en una parte diferente hacia la que nosotros mirábamos. Nosotros mirábamos al cambio en las instituciones, a una diferente distribución del poder, a la lengua a utilizar en la liturgia, y no nos dábamos cuenta de lo pequeñas que eran estas novedades en comparación con lo que el Espíritu Santo estaba obrando.
Hemos pensado romper con nuestras manos los odres viejos y nos hemos dado cuenta de que eran más resistentes y duros que nuestras manos, mientras que Dios nos ofrecía su método de romper los odres viejos, que consiste en poner en ellos el vino nuevo. Quería renovarlos desde dentro, espontáneamente, no asaltándolos desde el exterior.
A la pregunta de si ha habido un nuevo Pentecostés, se debe responder sin vacilación: ¡Sí! ¿Cuál es su signo más convincente? La renovación de la calidad de vida cristiana, allí donde este Pentecostés ha sido acogido. Todos están de acuerdo en considerar como el hecho más nuevo y más significativo del Vaticano II los dos primeros capítulos de la Lumen gentium, donde se define a la Iglesia como sacramento y como pueblo de Dios en camino bajo la guía del Espíritu Santo, animada por sus carismas, bajo la guía de la jerarquía. La Iglesia como misterio y no solamente institución. Juan Pablo II ha lanzado nuevamente esta visión haciendo de su aplicación el compromiso prioritario en el momento de entrar en el nuevo milenio16 .
Nos preguntamos: ¿de dónde ha pasado esta imagen de Iglesia de los documentos a la vida? ¿Dónde ha tomado «carne y sangre»17? ¿Dónde se vive la vida cristiana según «la ley del Espíritu», con alegría y convicción, por atracción y no por coacción? ¿Dónde se tiene la palabra de Dios en gran honor, se manifiestan los carismas y es más sentida el ansia por una nueva evangelización y por la unidad de los cristianos?
La respuesta última a esta pregunta sólo la conoce Dios, pues se trata de un hecho interior que acontece en el corazón de las personas. Tendríamos que decir del nuevo Pentecostés lo que Jesus decía del reino de Dios: “Ni se dirá: Vedlo aquí o allá, porque, mirad, el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,21). Sin embargo, es posible discernir algunos signos, ayudados también por la sociología religiosa que se ocupa de estos fenómenos. Desde este punto de vista, la respuesta que se da a aquella pregunta desde varias partes es: ¡en los movimientos eclesiales!
Pero hay que precisar una cosa en seguida. De los movimientos eclesiales forman parte, si no en la forma sí en la sustancia, también esas parroquias y comunidades nuevas, donde se vive la misma koinonia y la misma calidad de vida cristiana. Desde este punto de vista, movimientos, parroquias y comunidades espontáneas no deben ser vistos en oposición o en competencia entre sí, sino unidos en la realización, en contextos diferentes, de un mismo modelo de vida cristiana. Entre ellas se deben enumerar también las denominadas «comunidades de base», al menos aquellas en las que el factor político no ha tomado la ventaja al factor religioso.
Sin embargo, es necesario insistir en el nombre correcto: movimientos «eclesiales», no movimientos «laicales». La mayor parte de ellos están formados, no por uno solo, sino por todos los componentes eclesiales: laicos, ciertamente, pero también obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas. Representan el conjunto de los carismas, el «pueblo de Dios» de la Lumen gentium. Sólo por razones prácticas (porque ya existe la Congregación del clero y la de los religiosos) se ocupa de ellos el «Pontificio Consejo de los laicos».
Juan Pablo II veía en estos movimientos y comunidades parroquiales vivas «los signos de una nueva primavera de la Iglesia»18. En el mismo sentido se ha expresado, en varias ocasiones, el papa Benedicto XVI. En la homilía de la Misa crismal del Jueves Santo de 2012 dijo: «Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo».
Hablando de los signos de un nuevo Pentecostés, no se puede dejar de mencionar en particular, aunque sólo fuera por la amplitud del fenómeno, a la Renovación Carismática, o Renovación en el Espíritu. Cuando, por primera vez, en 1973, uno de los artífices mayores del Vaticano II, el cardinal Suenens, oyó hablar del fenómeno, estaba escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras esperanzas, y esto es lo que relata en sus memorias: «Dejé de escribir el libro. Pensé que era una cuestión de la más elemental coherencia prestar atención a la acción del Espíritu Santo, por lo que pudiera manifestarse de manera sorprendente. Estaba particularmente interesado en la noticia del despertar de los carismas, por cuanto el Concilio había invocado un despertar semejante».
Y esto es lo que escribió después de haber comprobado en persona y vivido desde dentro dicha experiencia, compartida mas tarde por millones de otras personas: «De repente, san Pablo y los Hechos de los apóstoles parecían hacerse vivos y convertirse en parte del presente; lo que era auténticamente verdad en el pasado, parece que ocurre de nuevo ante nuestros ojos. Es un descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu Santo que siempre está actuando, tal como Jesús mismo prometió. Él mantiene su palabra. Es de nuevo una explosión del Espíritu de Pentecostés, una alegría que se había hecho desconocida para la Iglesia»19.
Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no realizan por cierto todas las potencialidades y las expectativas del Concilio, pero responden a la mas importante de ellas, al menos a los ojos de Dios. No son libres de debilidades humanas y a veces de fracasos, pero ¿qué gran novedad ha hecho su aparición en la historia de la Iglesia de manera diferente? ¿No pasó lo mismo cuando, en el siglo XIII, hicieron su aparición las ordenes mendicantes? También en esta ocasión fueron los Romanos pontífices, sobre todo Inocencio III, quienes por primeros acogieron la novedad del momento y animaron el resto del episcopado a hacer lo mismo.
4. Una promesa cumplida
Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el significado del Concilio, entendido como el conjunto de los documentos producidos por él, la Dei Verbum, la Lumen gentiumNostra aetate, etc.? ¿Los dejaremos de lado para esperar todo del Espíritu? La respuesta está contenida en la frase con la que Agustín resume la relación entre la ley y la gracia: «La ley fue dada para que se buscara la gracia y la gracia fue dada para que se observara la ley»20.
Por tanto, el Espíritu no dispensa de valorar también la letra, es decir, los decretos del Vaticano II; al contrario, es precisamente él quien empuja a estudiarlos y a ponerlos en práctica. Y, de hecho, fuera del ámbito escolar y académico donde ellos son materia de debate y de estudio, es precisamente en las realidades eclesiales recordadas anteriormente donde son tenidos en mayor consideración.
Lo he experimentado yo mismo. Yo me liberé de los prejuicios contra los judíos y contra los protestantes, acumulados durante los años de formación, no por haber leído Nostra aetate, sino por haber hecho yo también, en mi pequeñez y por mérito de algunos hermanos, la experiencia del nuevo Pentecostés. Después descubrí Nostra aetate, igual que descubrí la Dei Verbumdespués de que el Espíritu hizo nacer en mí el gusto por la palabra de Dios y el deseo de evangelizar. Pero yo sé que el movimiento es en los dos sentidos: algunos de la letra ha sido empujados a buscar el Espíritu, otros del Espíritu han sido empujados a observar la ley.
El poeta Thomas S. Eliot escribió unos versos que nos pueden iluminar en el sentido de las celebraciones de los 50 años del Vaticano II: «No debemos detenernos en nuestra exploración/ y el fin de nuestro explorar/ será llegar allí de donde hemos partido/ y conocer el lugar por primera vez»21.
Después de muchas exploraciones y controversias, somos reconducidos también nosotros allí de donde hemos partido, es decir, al acontecimiento del Concilio. Pero todo el trabajo alrededor de él no ha sido en vano porque, en el sentido más profundo, sólo ahora estamos en condiciones de «conocer el lugar por primera vez», es decir, de valorar su verdadero significado, desconocido para los mismos Padres del concilio.
Esto permite decir que el árbol crecido desde el Concilio sea coherente con la semilla de la que ha nacido. En efecto, ¿de qué ha nacido el acontecimiento del Vaticano II? Las palabras con las que Juan XXIII describe la conmoción que acompañó «el repentino florecer en su corazón y en sus labios de la simple palabra concilio»22, tienen todos los signos de una inspiración profética. En el discurso de clausura de la primera sesión habló del Concilio como de «un nuevo y deseado Pentecostés, que enriquecerá abundantemente a la Iglesia de energías espirituales»23 .
A 50 años de distancia sólo podemos constatar el pleno cumplimiento por parte de Dios de la promesa hecha a la Iglesia por boca de su humilde servidor, el beato Juan XXIII. Si hablar de un nuevo Pentecostés nos parece que es por lo menos exagerado, vistos todos los problemas y las controversias surgidos en la Iglesia después y a causa del Concilio, no debemos hacer otra cosa que ir a releer los Hechos de los apóstoles y constatar cómo no faltaron problemas y controversias ni siquiera después del primer Pentecostés. ¡Y no menos encendidos que los de hoy!
[Traducción de Pablo Cervera Barranco]
1 Cf. Il Concilio Vaticano II. Recezione e attualità alla luce del Giubileo [R. Fisichella ed.] (Ed. San Paolo 2000).
2 Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio, 6,5.
3 Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam, 52; cf. también Insegnamenti di Paolo VI, vol. IX (1971) 318. 
4 Juan Pablo II, Audiencia general del 1 agosto de 1979.
5 J.H. Newman, Lo sviluppo della dottrina cristiana (Bologna, Il Mulino 1967) 46s. [trad. esp:Ensayo sobre desarrollo de la doctrina cristiana (Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1998)].
6 S. Gregorio Magno, Comentario a Job XX, 1: CCL 143 A, 1003.
7 S. Ireneo, Adv. Haer., III, 24,1.
8 Ch. Péguy, Le Porche du mystère de la deuxième vertu (La Pléiade, París 1975) 588s. [trad. esp. El pórtico del misterio de la segunda virtud (Encuentro, Madrid 1991)].
9 Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-IIae, q. 106, a. 2.
10 Ibid., q. 106, a. 1; cf. ya Agustín, De Spiritu et littera, 21, 36.
11 Juan Pablo II, Carta apostólica A Concilio Constantinopolitano I, 25 marzo 1981:AAS 73 (1981) 515-527.
12 I. Ker, «Newman, the Councils, and Vatican II»: Communio. International Catholic Review(2001) 708-728.
13 Newman, op. cit. 46.
14 Un ejemplo, en mi opinión, aún más claro es lo que ocurrió con el concilio ecuménico de Éfeso del año 431. La definición de María como la Theotokos, Madre de Dios, en las intenciones del concilio y sobre todo de su promotor san Cirilo de Alejandría, debía servir únicamente para afirmar la unidad de persona de Cristo. De hecho, dio pie a la inmensa floración de devoción a la Virgen y a la construcción de las primeras basílicas en su honor, entre las cuales está la de Santa María la Mayor, en Roma. La unidad de persona de Cristo fue definida en otro contexto y de manera más equilibrada, en el concilio de Calcedonia del año 451.
15 Cf. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode (Tubinga 1960) [trad. esp. Verdad y método(Sígueme, Salamanca, 2012)].
16 Novo millennio ineunte, 42 ss.
17 I. Ker, art. cit. 727.
18 Novo millennio ineunte, 46.
19 L.-J. Suenens, Memories and Hopes (Veritas, Dublín 1992) 267.
20 Agustín, De Spiritu et littera, 19, 34.
21 T.S. Eliot, Four Quartets V, The Complete Poems and Plays (Faber & Faber, Londres 1969) 197 [trad. esp. Cuatro cuartetos (Cátedra, Madrid 1987)].
22 Juan XXIII, Discurso de apertura del concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962, n. 3,1
23 Juan XXIII, Discurso de clausura del primer período del concilio, 8 de diciembre de 1962, n. 3,6.

Entrevista con el cardenal Sean Patrick OMalley, OFMCap


ESTADOS UNIDOS: LA MITAD DE LOS CATÓLICOS JÓVENES SON DE ORIGEN HISPANO


Entrevista con el cardenal Sean Patrick OMalley, OFMCap, arzobispo de Boston.

La presencia de los representantes de la Iglesia de Estados Unidos y Canadá es numerosa y entusiasta en el Congreso Internacional Ecclesia in America, organizado en esta ciudad por la Comisión Pontificia para América Latina y los Caballeros de Colón, en colaboración con el Instituto Superior de Estudios Guadalupanos de México. El cardenal arzobispo de Boston subraya en una entrevista que la mitad de los católicos jóvenes --menores de 30 años- son de origen hispano.
Una de las figuras que destaca en la reunión es el cardenal Sean Patrick O’Malley OFM Cap, arzobispo de Boston, quien asiste a todas las sesiones en su sencillo hábito franciscano, e interviene con entusiasmo y experiencia en los debates. ZENIT conversó con él acerca de los desafíos de la Iglesia en América y sobre la situación por la que pasan los hospitales católicos en Estados Unidos, que por una ley de sanidad del gobierno de Barack Obama, se verían obligados a incluir en sus seguros médicos, aquellos métodos de planificación familiar que la misma Iglesia desaconseja.
¿Qué importancia tiene para la Iglesia de América este evento?
--Cardenal O’Malley: Creo que es otro esfuerzo por cumplir el ideal del Sínodo Iglesia en América, y de darnos una oportunidad de estrechar lazos de amistad y colaboración entre nuestros países.
Han pasado 15 años del evento, ¿en qué se ha avanzado más y qué falta aún?
--Cardenal O’Malley: Como dijo ayer el profesor Carriquiry, ha pasado la época de la ideología de la Teología de la Liberación, y otros conflictos que se experimentaron en América Central, con las guerrillas. Esa época ha pasado y ahora tenemos una oportunidad de empezar de nuevo, y concentrarnos más en el ideal del evangelio y en nuestra mision de anunciar la Buena Nueva en conjunto en todo el continente.
¿Cuál es el mayor aporte de América Latina a la Iglesia católica de Norteamérica?
--Cardenal O’Malley: ¡Nos está dando gente!, que es lo más importante (ríe). La mitad de los católicos que tienen menos de 30 años de edad son hispanos en los Estados Unidos. Además las iglesias de Latinoamérica están enviando agentes de pastoral, sacerdotes y religiosos, e incluso seminaristas, para fortalecer nuestros esfuerzos de servir a la comunidad hispano parlante y migrante en los Estados Unidos. Y en Canadá es una situación semejante, donde hay población de origen hispano.
La Iglesia de los Estados Unidos se enfrenta ante un desafío, como es la ley de sanidad del gobierno, que obligaría a distribuir en los seguros médicos todo tipo de métodos de planificación familiar. ¿Cuál es la situación actual y en qué centrará sus acciones la Iglesia?
--Cardenal O’Malley: En este momento hay mucha incertidumbre, porque la administración (el gobierno ndr) ha dicho que va a presentar alguna solución y estamos esperando. Mientras tanto, muchas instituciones e organizaciones católicas han acudido a los tribunales para solucionar el problema.
Se lee que los obispos están muy activos en esto, ¿no?
--Cardenal O’Malley: La conferencia de obispos tambien está tratando de dialogar con la administración a ver qué logramos. Pero aún sigue siendo un momento de preocupación.

Entrevista a Fr. Mauro Jöhri



Entrevistamos al hermano Mauro Jöhri  Superior General de la Orden de los hermanos Capuchinos, una  entrevista donde el Hermano Mauro nos habla de su vocación, de la iglesia, de la Orden Capuchina… Una entrevista muy interesante que recomendamos leer. Gracias Hermano Mauro por concedernos parte de su tiempo.  

1. ¿Puede contarnos como sintió la llamada a la vida religiosa?
Mi vocación nació del contacto con hermanos capuchinos. Era un chico de 11 años quedé impresionado y entusiasmado por la manera de actuar tan humano y tan sencilla de los capuchinos que, de vez en cuando, venían a mi pueblo de montaña para sustituir al párroco. Así que les pedí ser aceptado y fui admitido en su seminario menor.

2. ¿Cuál ha sido su camino hasta llegar a Ministro General de la Orden de los Capuchinos?
Se trata de un camino bastante largo. Tuve que acabar los estudios de teología con una tesis sobre la Teología de la Cruz en la obra de Hans Urs von Balthasar. Siguieron años de profesor en un instituto y luego en la facultad teológica de Chur en Suiza. En 1995, mis hermanos me eligieron como su Ministro provincial. Luego siguieron unos años de formación especial en el Institut de Formation Humaine Intégrale en Montréal (Canada). Mientras participaba en el Capítulo General de 2006 como Ministro provincial de Suiza, fui elegido Ministro general. En este año 2012, he sido reconfirmado para un segundo sexenio.

3. ¿Cómo es un día en su vida?
Esto puede variar mucho. Normalmente sigo el horario de la fraternidad capuchina en la que me encuentro. En la Curia General, me levanto a las 5,30 y dedico un buen rato a la oración personal y comunitaria. Siguen muchas horas de trabajo y encuentros a lo largo de la mañana. Después de la siesta, sigo con el trabajo y, si el tiempo lo permite, procura salir para caminar una hora. Por la noche, normalmente, voy a la cama bastante pronto.

4. ¿Cuál es el carisma de su Orden? ¿Quién la fundó?
Los Capuchinos somos una rama de la Familia Franciscana, por tanto, nuestro fundador es San Francisco de Asís. Nacimos como un movimiento de reforma en el seno de la Orden franciscana a principios del siglo XVI. Fuimos aprobados por el papa Clemente VII el 3 de julio de 1528 con Bula “Religionis Zelus”. Junto al aspecto de una vida retirada, austera, sencilla, siempre hemos asumido y respondido a todo lo que la Iglesia nos ha pedido, sin rechazar nunca los servicios difíciles y arduos.

5. ¿En cuántos países están presentes?
Actualmente estamos presentes en 106 países del mundo. Hay países donde nuestra presencia es numerosa, como Italia, India y Brasil. Y otros donde, por el momento, solo tenemos una única fraternidad  compuesta de tres hermanos.

6. ¿Cómo ve a los jóvenes respecto a la Iglesia?
Creo que debemos tener cuidado y no generalizar. En muchos países europeos, marcados por la secularización, la actitud de muchos jóvenes es el de una casi total ignorancia de la Iglesia. No la conocen y no se preocupan de hacerlo. Pero también hay jóvenes enganchados o que tienen buenas relaciones con la Iglesia.

7. ¿Cree usted que la Iglesia debería hacer algún cambio para acercarse a los jóvenes?
La tentación es la de hacer una intervención cosmética pensando que esto acercará los jóvenes a la Iglesia. Raramente funciona.

8. ¿Cómo podemos transmitir el mensaje de Cristo a nuestra sociedad?
Creo que es necesario lanzarse, alcanzar en plenitud la fuerza rupturista del Evangelio para estar en posición de decir una palabra creíble también en nuestro tiempo. Los jóvenes esperan a personas profundamente coherentes y, sobre todo, creíbles que viven su fe en Cristo con alegría, serenidad y dedicación.

9. ¿Qué les diría San Francisco de Asís a los jóvenes de hoy?
Creo que les diría que no sean esclavos de la mediocridad, sino que abracen ideales altos y exigentes, ideales de vida gastada en la búsqueda de Dios y del bien de los hermanos. Hoy el peligro mayor es el de preocuparse únicamente  de sí mismos y de las ventajas que esta o aquella elección les pueda aportar a sí mismos. A la larga, esta manera de actuar, sólo traerá tristeza e insatisfacción.

10. ¿Qué retos piensa que debemos afrontar los cristianos en esta sociedad actual?
El primer desafío es el de preocuparse menos del número y querer vivir de una manera más auténtica. No debemos tener miedo de decir que somos cristianos y que Jesucristo es nuestro Señor. Anunciar que la relación con Él, el Viviente por excelencia, llena la vida y abre horizontes de esperanza y de vida.

Primera Prédica de Adviento 2012



EL AÑO DE LA FE Y EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA


Primera Prédica de Adviento 2012
P. Raniero Cantalamessa, OFM Cap
Iniciamos un nuevo ciclo de las predicaciones del padre Raniero Cantalamessa OFMCap, predicardor de la Casa Pontificia, que inicia el tiempo litúrgico de Adviento.
*****
1. El libro "comido"
En la predicación a la Casa Pontificia, trato de dejarme guiar, en la elección de temas, por las gracias o los eventos especiales que la Iglesia vive en un momento dado de su historia. Recientemente tuvimos la inauguración del Año de la Fe, el quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II, y el Sínodo sobre la nueva evangelización y la transmisión de la fe cristiana. Pensé, por lo tanto, desarrollar en el Adviento una reflexión sobre cada uno de estos tres eventos.
Empiezo con el Año de la Fe. Para no perderme en un tema, la fe, que es tan vasto como el mar, me centro en un punto de la Carta Porta Fidei del santo padre, precisamente allí donde insta a hacer del Catecismo de la Iglesia Católica (CEC) (en el vigésimo aniversario de su publicación), el instrumento privilegiado para vivir fructuosamente la gracia de este año.
El papa escribe en su Carta:
"El Año de la Fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica.En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de teología a los santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe." 1
No hablaré ciertamente sobre el contenido del CEC, de sus divisiones, de sus criterios informativos; sería como tratar de explicar la Divina Comedia a Dante Alighieri. Prefiero hacer un esfuerzo por mostrar cómo hacer para que este libro, de instrumento tan silencioso, como un violín bien apoyado sobre un paño de terciopelo, se transforme en un instrumento que suene y sacuda los corazones. La Pasión de San Mateo de Bach, permaneció durante un siglo como una partitura escrita, conservada en los archivos de la música, hasta que en 1829 Felix Mendelssohn en Berlín hizo de ella una ejecución magistral, y desde ese día el mundo se enteró de qué melodías y coros sublimes, estaban contenidos en aquellas páginas que hasta entonces permanecian mudas.
Son realidades muy diferentes, es cierto, pero algo así pasa con cada libro que habla de la fe, como es el CEC: se debe pasar de la partitura a la ejecución, de la página muda a algo vivo que sacuda el alma. La visión de Ezequiel de la mano extendida sosteniendo un rollo, nos ayuda a entender lo que se requiere para que esto suceda:
"Yo miré: vi una mano tendida hacia mí, que sostenía un libro enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito por el anverso y por el reverso; había escrito “Lamentaciones, gemidos y ayes”. Y me dijo: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo, y ve luego a hablar a la casa de Israel.” Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy.”Lo comí, y fue en mi boca dulce como la miel" (Ez. 2,9-3,3).
El Sumo Pontífice es la mano que, en este año, ofrece de nuevo a la Iglesia el CEC, diciendo a cada su miembro: "Toma este libro, cómetelo, llénate el estómago". ¿Qué significa comerse un libro? No es solo estudiarlo, analizarlo, memorizarlo, sino hacerlo carne de la propia carne y sangre de la propia sangre, "asimilarlo", como se hace con los alimentos que comemos. Transformarlo de fe estudiada, a fe vivida.
Esto no se puede hacer con toda la dimensión del libro, y con todas y cada una de las cosas en ella contenidas. No se puede hacer analíticamente, sino solo sintéticamente. Me explico. Debemos comprender el principio que informa y une todo, en suma, el corazón del CEC. ¿Y cuál es ese corazón? No es un dogma, o una verdad, una doctrina o un principio ético; es una persona: ¡Jesucristo! "Página tras página --escribe el santo padre a propósito del CEC, en la misma carta apostólica--, resulta que lo que se presenta no es una teoría, sino un encuentro con una persona que vive en la Iglesia."
Si toda la Escritura, como dice Jesús mismo, habla de él (cf. Jn. 5,39), si está preñada de Cristo y si todo se resume en él, ¿podría ser de otro modo para el CEC, que, de las Escrituras mismas, quiere ser una exposición sistemática, elaborada a partir de la Tradición, bajo la guía del Magisterio?
En la Primera parte, dedicada a la fe, el CEC recuerda el gran principio de santo Tomás de Aquino según el cual "el acto de fe del creyente no se detiene ante el enunciado, sino que alcanza la realidad" (Fides non terminatur ad enunciabile sed ad rem)2. Ahora, ¿cuál es la realidad, la "cosa" última de la fe? ¡Dios, por supuesto! Pero no un dios cualquiera que cada uno se retrata a su gusto y voluntad, sino el Dios que se ha revelado en Cristo, que se "identifica" con él hasta el punto de poder decir: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre" y "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn. 1,18).
Cuando hablamos de fe "en Jesucristo" no separamos el Nuevo del Antiguo Testamento, no comenzamos la verdadera fe con la llegada de Cristo a la tierra. Si fuera así, sería como excluir del número de creyentes al mismo Abraham, a quien llamamos “nuestro padre en la fe” (cf. Rm. 4,16). Al identificar a su Padre con "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" (Mt. 22, 32) y con el Dios "de la ley y los profetas" (Mt. 22, 40), Jesús autentificó la fe judía, mostró su carácter profético, diciendo que ellos hablaban de él (cf. Lc. 24, 27.44; Jn. 5, 46). Esto es lo que hace a la fe judía diferente a los ojos de los cristianos, de cualquier otra fe, y que justifica la condición especial de que goza, después del Concilio Vaticano II, el diálogo con los judíos respecto a otras religiones.
2. Kerigma y Didaché
Al inicio de la Iglesia era clara la distinción entre kerigma y didaché. El kerigma, que Pablo llama también "el evangelio", se refería a la obra de Dios en Cristo Jesús, el misterio pascual de la muerte y resurrección, y consistía en fórmulas breves de fe, como la que se puede deducir del discurso de Pedro en el día de Pentecostés: "Ustedes lo mataron clavándole en la cruz, Dios le resucitó y lo ha constituído Señor" (cf. Hch. 2, 23-36), o también: "Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo" (Rm. 10,9).
La didaché indicaba, en cambio, la enseñanza sucesiva a la llegada de la fe, el desarrollo y la formación completa del creyente. Estaban convencidos (especialmente Pablo) que la fe, como tal, germinaba solo en presencia del kerigma. Este no era un resumen de la fe o una parte de la misma, sino la semilla de la cual nace todo lo demás. También los cuatro evangelios fueron escritos más tarde, precisamente con el fin de explicar el kerigma.
Incluso el más antiguo núcleo del credo hacía referencia a Cristo, de quien metía en luz el doble componente: humano y divino. Un ejemplo de ello es considerado el verso de la Carta a los Romanos que habla de Cristo "nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rm. 1,3-4 ). Pronto este núcleo primitivo, o credo cristológico, fue incluido en un contexto más amplio como el segundo artículo del símbolo de la fe. Nacen, incluso por exigencias relativas al bautismo, los símbolos trinitarios llegados hasta nosotros.
Este proceso es parte de lo que Newman llama "el desarrollo de la doctrina cristiana"; es una riqueza, no un alejamiento de la fe original. Nos corresponde a nosotros hoy en día --y en primer lugar a los obispos, a los predicadores, a los catequistas--, distinguir el carácter "aparte" del kerigma como momento germinal de la fe.
En una ópera, para retomar la metáfora musical, está el recitado y el cantado; y en el cantado están los "agudos" que conmueven a la audiencia y provocan emociones fuertes, a veces incluso escalofríos. Ahora sabemos cuál es el agudo de cada catequesis.
Nuestra situación ha vuelto a ser la misma que en el tiempo de los apóstoles. Ellos tenían ante sí un mundo precristiano para predicar el evangelio; nosotros tenemos ante nosotros, al menos en cierta medida y en algunos sectores, un mundo poscristiano para reevangelizar. Tenemos que regresar a su método, sacar a la luz "la espada del Espíritu", que es el anuncio, en Espíritu y poder, de Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rm. 4,25).
El kerigma no es solo el anuncio de algunos hechos o verdades de fe claramente definidas; es también una atmósfera espiritual que se puede crear según lo que se diga, un contexto en el que todo se dispone. Está en el que anuncia, mediante su fe, permitirle al Espíritu Santo crear esta atmósfera.
Entonces, nos preguntamos, ¿cuál es el sentido del CEC? Lo mismo que en la Iglesia apostólica fue la didaché: formar la fe, dándole un contenido, mostrando sus exigencias éticas y prácticas, volviéndola una fe que "actúa por la caridad" (cf. Ga. 5,6). Lo clarifica bien un párrafo del mismo CEC. Después de recordar el principio tomista de que "la fe no termina en las formulaciones, sino en la realidad", añade:
"Sin embargo, nos acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más"3.
Esta es la importancia del adjetivo "católico" en el título del libro. La fuerza de algunas iglesias no católicas es poner todo el énfasis en el momento inicial, en la llegada a la fe, en la adhesión al kerigma y en la aceptación de Jesús como Señor, visto, todo esto, como un "nacer de nuevo", o como "una segunda conversión". Sin embargo, esto puede convertirse en una limitación, si se detiene en eso y todo sigue girando en torno a eso.
Nosotros los católicos tenemos algo que aprender de estas iglesias, pero también tenemos mucho que dar. En la Iglesia católica esto es el comienzo, no el final de la vida cristiana. Después de esa decisión, se abre el camino hacia el crecimiento y la plenitud de la vida cristiana y, gracias a su riqueza sacramental, al magisterio, al ejemplo de muchos santos, la Iglesia católica se encuentra en una posición privilegiada para llevar a los creyentes a la perfección de la vida de fe.
El papa escribe en la citada carta Porta Fidei:
"A partir de la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los maestros de la teología a los santos que han pasado a través de los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de las muchas maneras en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina para dar certeza a los creyentes en su vida de fe."
3. La unción de la fe
He hablado del kerigma como del "agudo" de la catequesis. Pero para producir este agudo no es suficiente levantar el tono de la voz, se necesita más. "Nadie puede decir '¡Jesús es Señor!' [¡esto es, por excelencia, el agudo!] sino en el Espíritu Santo" (1 Co. 15,3). El evangelista Juan hace una aplicación del tema de la unción, que se presenta particularmente actual en este Año de la fe. Él escribe:
"Ustedes tienen la unción del Santo, y todos ustedes lo saben [...] La unción que de él han recibido permanece en ustedes, y no necesitan que nadie se lo enseñe. Pero como su unción les enseña acerca de todas las cosas --y es verdadera y no es mentirosa--, como les ha enseñado, permanezcan en él" (1 Jn. 2, 20.27).
El autor de esta unción es el Espíritu Santo, como se deduce del hecho de que en otra parte, la función de "enseñar todas las cosas" es atribuida al Paráclito como "Espíritu de verdad" (Jn. 14, 26). Se trata, como escriben diferentes Padres, de una "unción de la fe": "La unción que viene del Santo –escribe Clemente de Alejandría--, se realiza en la fe"; "La unción es la fe en Cristo", dice otro escritor de la misma escuela4.
En su comentario, Agustín dirige en este sentido, una pregunta al evangelista. ¿Por qué, dice, has escrito tu carta, si aquellos a los que te dirigías habían recibido la unción que enseña acerca de todo, y no tenían necesidad de que nadie les instruyese? ¿Por qué este nuestro mismo hablar e instruir a los fieles? Y he aquí su respuesta, basada en el tema del maestro interior:
"El sonido de nuestras palabras golpea el oído, pero el verdadero maestro está dentro [...] Yo he hablado a todos, pero aquellos a los que no habla esa unción, a aquellos que el Espíritu no instruye internamente, se van sin haber aprendido nada [...] Por tanto, es el maestro interior el que realmente enseña; es Cristo, es su inspiración la que enseña."5
Hay una necesidad de instrucción desde fuera, necesitamos maestros; pero sus voces penetran en el corazón solo si se le añade aquella interior del Espíritu. "Y nosotros somos testigos de estos hechos, y también el Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen" (Hch. 5,32). Con estas palabras, pronunciadas ante el Sanedrín, el apóstol Pedro no solo afirma la necesidad del testimonio interno del Espíritu, sino también indica cuál es la condición para recibirlo: la voluntad de obedecer, de someterse a la Palabra.
Es la unción del Espíritu Santo que hace pasar de los enunciados de la fe a su realidad. El evangelista Juan habla de un creer que es también conocer: "Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene" (1 Jn. 4,16). "Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn. 6, 69). "Conocer", en este caso, como en general en toda la Escritura, no significa lo que hoy significa para nosotros, es decir, tener la idea o el concepto de una cosa. Significa experimentar, entrar en relación con la cosa o con la persona. La afirmación de la Virgen: "Yo no conozco varón", no quería decir que no sé lo que es un hombre...
Fue un caso de evidente unción de fe lo que Pascal experimentó en la noche del 23 de noviembre de 1654 y que fijó con cortas frases exclamativas en un texto encontrado después de su muerte, cosido en el interior de su chaqueta:
"Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni eruditos. Certeza. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo [...] Se le encuentra solamente en los caminos del Evangelio. [...] Alegría, alegría. Alegría, lágrimas de alegría. [...] Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y aquel a quien tú has enviado: Jesucristo".6
La unción de la fe se da generalmente cuando, sobre una palabra de Dios o sobre una declaración de fe, cae repentinamente la iluminación del Espíritu Santo, por lo general acompañado por una fuerte emoción. Me acuerdo que un año, en la fiesta de Cristo Rey, escuchaba en la primera lectura de la misa la profecía de Daniel sobre el Hijo del Hombre:
"Yo seguía mirando, y en la visión nocturna, vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido al Hijo del hombre, que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su reino no será destruido" (Dn. 7,13-14).
El Nuevo Testamento, se sabe, ha visto realizada la profecía de Daniel en Jesús; él mismo ante el Sanedrín, la hace suya (cf. Mt. 26, 64); una frase del texto ha entrado incluso en el Credo: “y su reino no tendrá fin”, ("cuius regnum non erit finis").
Yo sabía, por mis estudios, todo esto, pero en ese momento era otra cosa. Era como si la escena tuviera lugar allí, ante mis ojos. Sí, el Hijo del hombre que avanzaba era él, Jesús. Todas las dudas y las explicaciones alternativas de los eruditos, que también conocía, me parecían, en ese momento, excusas para no creer. Experimentaba, sin saberlo, la unción de la fe.
En otra ocasión (creo que he compartido ya esta experiencia en el pasado, pero ayuda a entender el asunto presente), asistía a la Misa de Gallo presidida por Juan Pablo II en San Pedro. Llegó el momento del canto de la Calenda, es decir, la proclamación solemne del nacimiento del Salvador, presente en el Martirologio antiguo y reintroducida en la liturgia de Navidad después del Concilio Vaticano II:
"Muchos siglos después de la creación del mundo... Trece siglos después del Éxodo de Egipto... En la centésima nonagésima quinta Olimpiada, en el año 752 de la fundación de Roma... En el quadragésimo segundo año del imperio de César Augusto, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, después de nueve meses, nació en Belén de Judea, de la Virgen María, hecho hombre".
Al llegar a estas últimas palabras sentí una repentina claridad interior, por lo que recuerdo haber dicho a mí mismo: "¡Es cierto! ¡Es verdad todo esto que se canta! No son solo palabras. El Eterno entra en el tiempo. El último evento de la serie rompió la serie; ha creado un "antes" y un "después" irreversibles; el cómputo del tiempo que antes tenía lugar en relación a diferentes eventos (los Juegos Olímpicos tales, el reino de aquel), ahora se lleva a cabo en relación con un evento único": antes de él, después de él. Una conmoción repentina me atravesó totalmente, y sólo pude decir: "¡Gracias, Santísima Trinidad, y también gracias a ti, Santa Madre de Dios!".
La unción del Espíritu Santo también produce un efecto, por así decirlo, "colateral" en el que anuncia: le hace experimentar la alegría de anunciar a Cristo y su Evangelio. Transforma la tarea de la evangelización de solo incumbencia y deber, a un honor y un motivo de gozo. Es la alegría que conoce bien el mensajero que lleva a una ciudad sitiada, el anuncio de que el asedio fue levantado; o el heraldo que en la antigüedad corría por delante, para llevarle a la gente el anuncio de una victoria decisiva obtenida en el campo de su propio ejército. La "buena noticia", incluso antes de que al destinatario que la recibe, hace feliz al que la porta.
La visión de Ezequiel del rollo que se come, ha sucedido una vez en la historia en el sentido literal y no solo metafóricamente. Fue cuando el libro de la palabra de Dios ha resumido en una sola Palabra, el Verbo. El Padre lo ha portado a María; María lo ha acogido, ha llenado de él, incluso físicamente, su vientre, y luego se lo dio al mundo. Ella es el modelo de todo evangelizador y de todo catequista. Nos enseña a llenarnos con Jesús para darlo a los otros. María concibió a Jesús "por obra del Espíritu Santo", y así debe ser en cada predicador.
El santo padre concluye su carta de convocatoria al Año de la fe con una referencia a la Virgen: "Confiamos, escribe, a la Madre de Dios, proclamada "bendita" porque" ha creído" (Lc. 1,45), este tiempo de gracia"7. Le pedimos que nos obtenga la gracia de experimentar, en este año, muchos momentos de unción de la fe. "Virgo Fidelisora pro nobis." Virgen creyente, ruega por nosotros.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
1 Benedicto XVI, Carta apost. Porta Fidei, n.11
2 S. Tomàs de Aquino, Summa theologiae, II-II, 1,2,ad 2; cit. in CCC, n.170.
3 CEC, n. 170
4 Clemente Al. Adumbrationes in 1 Johannis (PG 9, 737B); Homéliies paschales (SCh 36, p.40): testi citati da I. de la Potterie, L’unzione del cristiano con la fede, in Biblica 40, 1959, 12-69.
5 S. Agostino, Comentario a la Primera Carta de Juan 3,13 (PL 35, 2004 s).
6 B. Pascal, Memorial, ed. Brunschvicg.
7 “Porta fidei”, nr. 15.

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