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    Los Capuchinos somos la rama más joven de los franciscanos, remontándonos a 1525…

¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

207. Santo Padre Benedicto, ¡bienvenido a México!


Humilde Salutación
al Papa Benedicto XVI
(A los pies de El Cubilete, 23 marzo 2012)


Las revistas y periódicos escriben sobre la venida del Papa a México.
¿Yo tengo también una palabra, una opinión, una palabra de doctor…, o al menos de periodista?
No, no la tengo. Quizás porque hay tanto que pensar.
Pero tengo una palabra de amor, y aquí está.


Creyente luminoso, humilde y dulce,
Benedicto,
espejo de piedad y de coraje,
de todo corazón, ¡muy bienvenido!

En México, memoria y esperanza
de un tesoro crecido entre sencillos,
te sentirás muy tiernamente amado,
padre, y “apapachado” con cariño;
allí en lo alto te protege y cuida
el Corazón Divino.

Naciste todo entero y consagrado
para mirar a Dios con ojos limpios.
Tu tierra es la belleza y el amor,
que el pensamiento allí alcanza sentido;
y tu palabra cae suavemente,
y quien te escucha siente a un buen amigo.

El Céfiro que todo lo penetra,
del corazón conoce el entresijo,
y Espíritu de amor y de consuelo,
sabe cuarenta y siete mil delitos,
y más…, de cada uno nombre y vida,
que Dios es Padre tierno de sus hijos.

Clemente Papa, de dolor muy lleno,
en busca vamos, bien adoloridos,
de una palabra cierta que contagie
valor para acertar en el camino.

Acaso el Padre tenga reservada
adentro de tu pecho pensativo,
un hálito y estímulo seguro.
Si tú lo sabes, Papa Benedicto,
pastor del Buen Pastor, Jesús, el único,
en nombre del Señor, humilde, dinos.

Se llamará justicia, y más al fondo
tendrá otro nombre en el que yo me implico.
Humano soy, y nada humano, ajeno
y extraño considero a mi destino.

¡Bendito por venir entre nosotros!
Tu abrazo muy sincero recibimos.
Contigo celebramos, suplicamos.
Contigo, blanca túnica, Contigo.

La Virgen interceda,
y en todo brille Cristo,


Puebla, 20 marzo 2012

                                             Rufino María Grández

Palabras Menores 01



EN BÚSQUEDA DE LA FRATERNIDAD PERDIDA
Caminar Franciscano

Un reconocido actor, Robert Williams, en una ocasión declaró que en sus inicios en el mundo de la comicidad practicaba sus caras y chistes durante todo el día, en presencia de su familia y amigos, hasta que un día su madre le dijo que no siempre tenía que ser chistoso, no siempre tenía que ser cómico, no siempre tenía que portarse como un payaso, también tenía que aprender a ser él, sin más. En ese momento comprendió, según sus palabras, que ser actor era otra cosa y que estaba equivocado al practicar a todo momento para asegurar el éxito en la vida. Su padre, con más experiencia, notó su cambio al ver que ya no practicaba como antes, pero, a la vez, seguía notando sus deseos de ser actor. Su papá confiaba en él y le brindó todo su apoyo en su carrera como actor pidiéndole que no cejara en su empeño, pero, por si las dudas, le dio un sabio consejo: aprende un oficio, sólo por si acaso. De esta manera, Robert Williams, siguió su camino como actor y se aplicó a estudiar soldadura, graduándose como un experto, sólo por si caso.

La vida tiene muchos rostros, lo que para unos es un éxito para otros no significa mas que fracaso rotundo. En la vida religiosa se está llamado no para sembrar éxito tras éxito, se está llamado para encontrarse con el fracaso. Un fracaso que sólo Dios cuando lo toma en sus manos se convierte en éxito. El religioso o religiosa deberá entregar su vida a Dios sin el deseo de ser una persona de éxito, esperando la mayor de las veces encontrarse con paredes en las que choca su inútil esfuerzo por llevar almas a Dios, prácticamente está destinado al fracaso. Esa ha sido la experiencia de los santos y santas de la Iglesia que lucharon hasta el final de sus días por vivir el Evangelio y obedecer los designios de Dios. Muchos de los que somos seguidores de Cristo, y que tratamos de seguir los pasos de nuestros fundadores y fundadoras, por más que leemos sus biografías hay cosas que no logramos entender. Estamos buscando el éxito.

Sólo que los religiosos y religiosas no somos actores, no somos payasos y tampoco vivimos de la comicidad. La vida consagrada vive por el Evangelio y la construcción del Reino. Los religiosos y religiosas no somos profesionales ni expertos en nada aun cuando nos dediquemos a todo. Los hermanos capuchinos que estamos colaborando en casa de las Misioneras de la Caridad al llegar se nos preguntó qué era lo que sabíamos hacer, si sabíamos cocinar y lavar trastes, barrer y trapear, pintar aquí o allá, reparar algún mueble o lo que fuera necesario, cantar y predicar, cuidar del jardín o lavar baños. Respondimos que no sabemos hacer nada de eso, que sólo somos aprendices, que no somos expertos, mucho menos profesionales, pero lo que sí podíamos asegurar era que siempre trataríamos de hacerlo, y nos propusimos hacerlo con amor.

El Evangelio se esconde no en la realización de las cosas mismas, el Evangelio se presenta en la forma como se hacen y se realizan las cosas, pensando que son para servir a alguien, a las personas, en este caso a los enfermos y ancianos. En las personas está Cristo, el que se hace vida cuando las cosas se hacen en su nombre y se realizan para ayudar a los necesitados, especialmente las que están alrededor y que conviven con religiosos y religiosas, con quienes pertenecemos a la vida consagrada.
En estos días, los hermanos capuchinos, hemos hecho de todo lo que se ha presentado y queda claro que no somos expertos en nada, mucho menos profesionales en algo. Sólo queremos vivir el Evangelio como nuestro Padre San Francisco, siguiendo sus pasos y sabios consejos.

En determinado momento, San Francisco, mandó a los hermanos: quiero que todos trabajen y se ocupen en algo, y que los que no saben ningún oficio, lo aprendan. El sabio consejo de San Francisco no es por si acaso, es porque verdaderamente hemos de presentar el Evangelio en todas nuestras acciones, en todo lo que realicemos, claro está, sin esperar el éxito. San Francisco trabajó con sus manos, la hizo de albañil reparando paredes y tejados, así, a la vez, colaboró en la reparación de la Iglesia. Es nuestra tarea, como religiosos capuchinos, aprender a ser más personas, más nosotros, más hermanos, más aprendices de misioneros, más aprendices del Evangelio y, a la vez, menos exitosos.
El mejor consejo que recibió el actor Robert Williams provino de su madre, cuando lo invitó a ser más él, a ser más persona; en el fondo lo estaba invitando a vivir de verdad.

Santa Clara de Asís:
El Hijo de Dios se ha hecho camino
para nosotros. Y este camino nos lo ha mostrado y
enseñado, con palabras y ejemplos,
nuestro Padre San Francisco,
verdadero amador e imitador suyo.
Sigamos sus huellas.

Salvación. IV Domingo de Cuaresma B

Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, 
sino para que el mundo se salve por él. Jn 3:17

Dios envía a su Hijo único al mundo por amor. Sin él, estamos perdidos. Sin la fe en él, la vida es difícil, triste y miserable. Sin la esperanza, nuestros días pasan en vano. Sin su amor, los sudores cotidianos sólo dan fruto de amargura. El espíritu humano vive en esta tierra como exiliado en desierto inhóspito, añorando un refugio con agua dulce y pan en abundancia.

Creer en el Hijo de Dios significa haber encontrado ese refugio. Creer en él significa apostar con el amor y confiar en la misericordia para ser valiente y proceder en paz. Significa dejarse tocar por la mano todopoderosa que salva sin méritos ni condiciones.

Para muchas personas, sobre todo, personas religiosas, la ansiedad es el mayor obstáculo para su fe. Por inseguridad, procuran un grado de certeza cada vez mayor. Exigen pruebas y signos, cosas que pueden hacer o evitar para asegurar la redención. Son personas aparentemente muy devotas, no obstante, sumamente desconfiadas y vulnerables a la superstición. Caen víctima de fundamentalismos, paganismos y rigorismos. Llegan a pensar que, si no cumplen los ritos con precisión, si no observan las prohibiciones imaginarias con exactitud, van a despertar la ira de una divinidad que es irracional, irritable y propenso a arrebatos crueles y destructivos.

Esta clase de devoción descarrila la fe auténtica de muchos. Ante una divinidad así, ante una estructura humana que pretende administrar la salvación bajo esos términos, en verdad, sería mejor no tener ninguna religión, e intentar salvarse por sus propios medios, hasta donde se pueda. Los escépticos se juntan bajo la bandera positivista, reclamando el oscurantismo de sus tías supersticiosas y afirmando que la fe perjudica al mundo porque no tiene ninguna base en la ciencia. Esa fe ansiosa, (que en el fondo es una falta de fe), ciertamente, no tiene base en la ciencia. Tampoco tiene base en el evangelio.

No hay ningún conflicto real entre el evangelio y la ciencia. El ser humano tiene el deber de usar todos los medios a su disposición para participar de la salvación del mundo, como operarios de un Dios salvador que anda en lo mismo. También, la humildad elemental de criatura mortal obliga a reconocer que la colaboración humana tiene limitaciones. Habiendo hecho lo posible, saliendo de la cancha donde válidamente opera la ciencia con sus leyes, pasando por el dolor incomprensible, entrando al espacio propio de poetas y místicos, el hombre puede confiar en un Creador con voluntad de salvar. Es su única esperanza.
Algunos catequistas, pastores y maestros de la ley proclaman condenación para quienes viven sin ansiedad obsesiva, para los que no se dejen manipular por las supersticiones, para quienes no tiemblen ante sus amenazas de infiernos inimaginables, para quienes no respondan con sumisión a sus ambiciones de poder. Es un mensaje oscuro, violento e irracional.

El evangelio proclama exactamente lo contrario. Los discípulos de Jesús han de ser luz en el mundo. Su mensaje es simple y razonable. La buena noticia es de libertad, alegría y paz.

Hay una cosa que excede a la razón en el evangelio. Dios ama más de lo que debe. Es demasiado bueno. Dios ama a los pecadores. Ama a los ansiosos. Ama a los enrabiados, los amargados y los prisioneros. Ama a los tristes, los enfermos y los desesperados. Ama a los adictos, los traficantes y las prostitutas. Ama a los arrogantes, los libertinos y los ladrones. Ama a los mafiosos, los estafadores y los derrochadores. Ama a los niños pobres y los exiliados. Ama a los positivistas y escépticos; a los poetas y los místicos. Ama a los catequistas, los pastores y los maestros de la ley, también. Menos mal. Estamos todos en la lista. ¿Increíble, no?

Nathan Stone

El sacerdocio, la «profesión» más feliz




El sacerdocio, la «profesión» más feliz

Reflexión teológico pastoral en el Día del Seminario 2012

MADRID, jueves 15 marzo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto de la reflexión teológico pastoral elaborada por la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades de España, con motivo del Día del seminario 2012.

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El sacerdocio, la «profesión» más feliz

A finales del pasado mes de noviembre, la prestigiosa revista norteamericana Forbes, especializada en el mundo de los negocios y las finanzas y conocida habitualmente por la publicación anual de la lista de las personas más ricas del mundo, publicaba una lista de las diez profesiones más gratificantes, a juzgar por el grado de felicidad de quienes las ejercían. Los sacerdotes católicos y los pastores protestantes –los clérigos– lideraban el ranking.

¿Es el sacerdocio la profesión más feliz del mundo? Según el parecer de la revista Forbes, sí. La razón esgrimida en el artículo para justificar la felicidad inherente al ejercicio del sacerdocio consiste en que este otorga a la vida un sentido que hace de la propia existencia algo digno de ser vivido. Según el estudio, ni la remuneración económica ni el status social que se deriva del ejercicio de una profesión inciden en la felicidad que reporta.

La afirmación de que los sacerdotes eran las personas más satisfechas y realizadas en el ejercicio de su profesión causó sorpresa tanto entre creyentes como en no creyentes. La imagen que habitualmente se tiene del sacerdocio apunta más bien en dirección contraria. Los sacerdotes son presentados con frecuencia como hombres algo amargados, apartados del mundo y escasamente comprometidos con los problemas reales de la sociedad. Por eso, afirmar que el sacerdocio es la profesión más “feliz” causa cierta perplejidad e invita a formular una cuestión: ¿qué es lo que hace del sacerdocio la profesión más feliz del mundo? Responder a esta cuestión no es fácil. Hoy quizá más que nunca somos conscientes de que los obstáculos y las dificultades del camino sacerdotal no son escasos, y que las sombras acompañan siempre los momentos luminosos. El sacerdote experimenta el gozo de la entrega y el servicio desinteresado, pero también padece, como tanta gente en nuestro mundo tecnificado, la soledad. Acompaña a las personas, es instrumento de la misericordia de Dios, pero muchas veces se siente indigno y pecador. Preside la Eucaristía, predica la Palabra, anima y guía a la comunidad cristiana, pero son pocos los que le escuchan o parecen interesados en el mensaje del que es portador. Si las sombras en el ejercicio del sacerdocio son tan evidentes como las luces, el interrogante que planteábamos no se despeja describiendo las tareas del sacerdote.

Esta última constatación nos induce a pensar que la pregunta por los motivos que hacen del sacerdocio la “profesión” más feliz quizá no esté bien planteada. ¿Es el sacerdocio una profesión? Es verdad que podemos identificar algunas tareas que son propias del sacerdocio, y que el sacerdocio está considerado socialmente como un “trabajo cualificado”, pero si se le pregunta a cualquier sacerdote por la índole de su sacerdocio, ninguno dirá que se trata de una profesión. Dirá más bien que se trata de una vocación.

¿Profesión o vocación?

El estudio de Forbes se hace eco de una equívoca identificación entre profesión y vocación, ampliamente difundida en nuestra cultura, y que da lugar a no pocos malentendidos. Aunque es cierto que algunas profesiones tienen un componente vocacional elevado (en general las profesiones arquetípicas, como el médico, el psicólogo o el maestro), no es menos cierto que un gran número de profesiones carecen de este carácter.

En la siguiente tabla aparecen algunos indicadores que establecen algunas diferencias entre una profesión y la vocación, en este caso la sacerdotal.

Profesión

Se refiere a una actividad externa

Se determina en función de los gustos, las cualidades y las posibilidades

Se pone en funcionamiento la dimensión creativa-generativa

Remunerado

Puede cambiar

Pide disciplina y dedicación

Vocación

Tiene que ver con el interior de la persona

Exige una determinación espiritual

Se ponen en funcionamiento todas las dimensiones de la vida: afectiva, de la existencia racional, creativa, etc.

Gratuito

Permanece

Exige exclusividad, entrega absoluta,

nace de una pasión

Las diferencias enumeradas no han de ser consideradas dialécticamente, como opuestos excluyentes, sino como matices distintivos. El que la vocación sacerdotal requiera de una determinación espiritual, es decir, de una elección libre del individuo que responde ante Dios, no significa que los propios gustos se marginen o que las propias cualidades permanezcan sin explotar. Hay sacerdotes que son excelentes músicos, escritores o profesores. Lo que significa es que estos, contra lo que muchas personas opinan, no constituyen el elemento fundamental de la vocación sacerdotal.

Si observamos con detenimiento las notas mencionadas, enseguida nos percatamos de que mientras los indicadores de la profesión tienen que ver sobre todo con el hacer, los de la vocación apuntan más bien al ser. La vocación, en efecto, afecta a nuestra identidad profunda, dice quiénes somos en realidad, más allá de toda apariencia. De este modo, podemos decir que el sacerdocio es una profesión en la medida que el sacerdote “hace” cosas, desempeña diversas funciones, pero con eso no está dicho todo. Lo que verdaderamente define al sacerdocio es su carácter vocacional; es decir, el hecho de que se trata de un proyecto de vida que exige una determinación espiritual (una respuesta a una llamada), que afecta a todas las dimensiones de la vida (corpórea, afectiva, intelectual, etc.), que pide exclusividad, entrega y fidelidad absolutas, y que es animado por una pasión: la pasión por el Evangelio.

El lema escogido para la campaña del Día del Seminario en este año reza precisamente así: “Pasión por el Evangelio”. Esta expresión alude a la energía interior, al movimiento del corazón, que nutre toda vocación sacerdotal tanto en su origen como en su crecimiento. La vocación al sacerdocio está animada por esta pasión, un arrebato que desinstala a quien posee de sus coordenadas habituales y le ofrece un espacio diverso en el que integrarse.

El sacerdocio, una cuestión de pasión…

La pasión es un movimiento del alma, una exaltación de nuestro ser, que surge espontáneamente, sin que medie determinación alguna por parte de quien es presa de ella. Es un elemento fundamental de la experiencia del amor, aunque esta no se agota en la pasión. La pasión embruja, hechiza, desinstala de la realidad habitual para hacer entrar a quien posee en una dimensión distinta, en otro orden de realidad. Es la condición indispensable del enamoramiento.

Con frecuencia se piensa que la pasión es instintiva e irracional, que irrumpe intempestivamente, arrasando toda consideración racional o moral. «La pasión es ciega», dice el dicho popular. El genial escritor Stendhal, en cambio, afirma: «la pasión no es ciega, sino visionaria». Frente a la creencia popular, la pasión no es arbitraria y voluptuosa, sino que recrea la realidad, imagina un nuevo orden, un mundo diverso, precisamente para hacer más habitable el mundo real. En este sentido, se puede decir que la pasión no es “razonable”, ya que cuestiona la prudencia de la razón, el realismo de la sensatez que no pocas veces enmascara un larvado pesimismo.

La pasión, señalábamos antes, es un ingrediente fundamental del enamoramiento y, consecuentemente, de la experiencia del amor. La pasión, por tanto, es provocada siempre por una persona que suscita en nosotros un deseo de proximidad y unión. Las cosas o las ideas no poseen esta capacidad. Cuando en el lenguaje cotidiano se utilizan expresiones como «me apasiona el fútbol» o «siento pasión por los toros», el término pasión es usado en un sentido analógico, porque solo una persona es capaz de suscitar pasión.

por el Evangelio

Sentir pasión por el Evangelio es posible porque el Evangelio no es primariamente un mensaje, un conjunto de ideas encomiables, sino fundamentalmente una persona, Cristo, el Hijo de Dios, que nos ha invitado a la conversión y a creer en el Evangelio (Mc 3,14), o sea, en Él mismo, portador y realizador de la salvación. Él ha llevado a cabo la salvación por los caminos de Galilea, curando a los enfermos, expulsando a los demonios, acogiendo a los pecadores y excluidos, predicando la buena noticia de la misericordia de Dios. Él ha constituido la Iglesia para perpetuar el anuncio del Evangelio, y le ha dejado el Espíritu para que suscite la pasión por el Evangelio en todos los creyentes, para que sean testigos de Cristo, Hijo de Dios, que murió por nuestros pecados y resucitó (1 Cor 15, 1ss). El anuncio del Evangelio es, en efecto, una empresa tan urgente y personal que, sin duda, requiere grandes dosis de pasión.

Una pasión así solo puede nacer del corazón de Dios, quien se ha apasionado primero por el hombre. El mismo Dios, que siente predilección por sus criaturas, es quien toca el corazón en la intimidad de cada hombre, quien suscita la pasión por el Evangelio en cada ser humano, especialmente en aquellos a quienes llama a ser testigos en la Iglesia de la incesante fecundidad del Evangelio: los sacerdotes.

Los profetas utilizan el lenguaje de la pasión para dar cuenta de esta especial relación que se constituye entre Dios y aquellos a quienes elige de entre su pueblo para una misión especial a la que no pueden sustraerse: «Yo me decía: “No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre”; pero había en mis entrañas como fuego, algo ardiente encerrado en mis huesos. Yo intentaba sofocarlo, y no podía» (Jr 20,9). La pasión, avivada por el Espíritu, empuja a la proclamación del Evangelio, hace de este anuncio una tarea insoslayable, urgente, necesaria para quien lo proclama, pues su vida se haya estrechamente vinculada al mensaje anunciado.

Tener pasión por el Evangelio solo es posible si se contempla a Cristo como origen y raíz del Evangelio. De los episodios de la vida de Jesús, de sus palabras incisivas y de sus gestos de misericordia brota un estilo de vida evangélico del que el sacerdote es testigo y portador. En la contemplación de Cristo, presente y actuante en la Eucaristía y la Palabra, fermenta el estilo evangélico, la gestualidad cristiana, que se alimenta de una incesante pasión por el Evangelio, avivada por el contacto habitual con Cristo en la oración y los sacramentos.

La pasión en cierto modo va impresa en la misma lógica del Evangelio. El Evangelio no es para gente “razonable”, para gente que tiene “los pies en la tierra”. El Evangelio subvierte la lógica del mundo, valora la realidad terrena con criterios ajenos a los comunes. En este sentido, el Evangelio difiere del “sentido común”, del modo habitual de comprender los retos de la existencia. Quien acoge el Evangelio eleva la mirada, entra en una esfera de conocimiento diferente, aprende a observar la realidad desde otro ángulo, con los ojos de Dios. Solo puede entrar y permanecer en esta lógica quien está animado por una pasión por el Evangelio.

La pasión posibilita el surgimiento de la esperanza allí donde la razón solo constata la imposibilidad, donde el sentido común desaconseja cualquier inversión. Esta realidad se constata claramente en la experiencia del amor. La literatura nos da cuenta de amores imposibles –Abelardo y Eloísa, Calixto y Melibea, Romeo y Julieta–, que prosperan en virtud de la pasión, capaz de suscitar la esperanza de un amor logrado, no obstante la aparente imposibilidad de llevarlo a cabo. La pasión por el Evangelio nos abre también a la esperanza, desplegando una mirada nueva sobre la realidad, hasta entonces percibida como cerrada en sí misma. No se trata de una esperanza cualquiera, sino de la Esperanza con mayúsculas: la esperanza de la salvación, del advenimiento del Reino de Dios. Esta esperanza tiene como garante el Evangelio predicado –Cristo muerto y resucitado– y constituye el dinamismo esencial de la fe cristiana.

Así, la pasión por el Evangelio emerge como una fuerza que empuja a crecer, a estrechar la distancia entre Cristo y cada uno de nosotros. Se trata de un dinamismo necesario en el seguimiento de Jesús, pues nos alerta ante cualquier acomodamiento.

La pasión por el Evangelio libera de las certezas adquiridas, nos obliga a distanciarnos de ellas para cuestionarlas. El Evangelio es para quien lo acoge y lo hace vida una fuente constante de riesgo, pues abre una brecha entre la realidad –personal y social– tal como es y la realidad tal como debería o podría ser.

«Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos…» (2 Tim 1, 6)

A veces, cuando se rompe una pareja, se aduce como razón que “se había extinguido la pasión”. Es verdad. En toda historia de amor –y la vocación sacerdotal lo es– existe el riesgo de que la pasión se apague, de que deje de alumbrar y dar calor a la propia existencia. ¿Cómo conjurar este riesgo?

Hemos comenzado este escrito haciéndonos eco de la sorprende noticia aparecida en la revista Forbes en la que se afirmaba que el sacerdocio es la profesión más feliz del mundo. Al explicar la diferencia entre una profesión y la vocación, señalábamos que la vocación sacerdotal se caracterizaba por estar animada en su origen y desarrollo por una verdadera pasión por el Evangelio. Lamentablemente, esta pasión puede decaer, dejar de dar luz y calor al corazón sacerdotal.

Por esto, el saludo de Pablo a Timoteo contiene una exhortación a reavivar el don de la vocación recibida. Pablo es consciente de que si esta pasión no se alimenta se desvanece azotada por los vaivenes de la vida y las dificultades. La crisis vocacional de nuestro tiempo aparece así como una crisis de pasión, una mengua de la vitalidad y el entusiasmo en la vivencia de la vocación sacerdotal, que repercute en la capacidad de suscitar en los jóvenes el deseo de unirse más estrechamente a Cristo. Recordar que el núcleo de la vocación sacerdotal está habitado por una inextinguible pasión por el Evangelio invita a volver la mirada sobre ella para reavivarla y contagiar así a otros de esta fuerza salvífica que no conoce fronteras.

«Al verlos, compruebo de nuevo cómo Cristo sigue llamando a jóvenes discípulos para hacerlos apóstoles suyos, permaneciendo así viva la misión de la Iglesia y la oferta del Evangelio al mundo» (Homilía de Benedicto XVI en la celebración eucarística con los seminaristas durante la JMJ 2011).


Ahora es el Tiempo Favorable

Mons. Alejandro Labaka.

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