Salvación. IV Domingo de Cuaresma B

Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, 
sino para que el mundo se salve por él. Jn 3:17

Dios envía a su Hijo único al mundo por amor. Sin él, estamos perdidos. Sin la fe en él, la vida es difícil, triste y miserable. Sin la esperanza, nuestros días pasan en vano. Sin su amor, los sudores cotidianos sólo dan fruto de amargura. El espíritu humano vive en esta tierra como exiliado en desierto inhóspito, añorando un refugio con agua dulce y pan en abundancia.

Creer en el Hijo de Dios significa haber encontrado ese refugio. Creer en él significa apostar con el amor y confiar en la misericordia para ser valiente y proceder en paz. Significa dejarse tocar por la mano todopoderosa que salva sin méritos ni condiciones.

Para muchas personas, sobre todo, personas religiosas, la ansiedad es el mayor obstáculo para su fe. Por inseguridad, procuran un grado de certeza cada vez mayor. Exigen pruebas y signos, cosas que pueden hacer o evitar para asegurar la redención. Son personas aparentemente muy devotas, no obstante, sumamente desconfiadas y vulnerables a la superstición. Caen víctima de fundamentalismos, paganismos y rigorismos. Llegan a pensar que, si no cumplen los ritos con precisión, si no observan las prohibiciones imaginarias con exactitud, van a despertar la ira de una divinidad que es irracional, irritable y propenso a arrebatos crueles y destructivos.

Esta clase de devoción descarrila la fe auténtica de muchos. Ante una divinidad así, ante una estructura humana que pretende administrar la salvación bajo esos términos, en verdad, sería mejor no tener ninguna religión, e intentar salvarse por sus propios medios, hasta donde se pueda. Los escépticos se juntan bajo la bandera positivista, reclamando el oscurantismo de sus tías supersticiosas y afirmando que la fe perjudica al mundo porque no tiene ninguna base en la ciencia. Esa fe ansiosa, (que en el fondo es una falta de fe), ciertamente, no tiene base en la ciencia. Tampoco tiene base en el evangelio.

No hay ningún conflicto real entre el evangelio y la ciencia. El ser humano tiene el deber de usar todos los medios a su disposición para participar de la salvación del mundo, como operarios de un Dios salvador que anda en lo mismo. También, la humildad elemental de criatura mortal obliga a reconocer que la colaboración humana tiene limitaciones. Habiendo hecho lo posible, saliendo de la cancha donde válidamente opera la ciencia con sus leyes, pasando por el dolor incomprensible, entrando al espacio propio de poetas y místicos, el hombre puede confiar en un Creador con voluntad de salvar. Es su única esperanza.
Algunos catequistas, pastores y maestros de la ley proclaman condenación para quienes viven sin ansiedad obsesiva, para los que no se dejen manipular por las supersticiones, para quienes no tiemblen ante sus amenazas de infiernos inimaginables, para quienes no respondan con sumisión a sus ambiciones de poder. Es un mensaje oscuro, violento e irracional.

El evangelio proclama exactamente lo contrario. Los discípulos de Jesús han de ser luz en el mundo. Su mensaje es simple y razonable. La buena noticia es de libertad, alegría y paz.

Hay una cosa que excede a la razón en el evangelio. Dios ama más de lo que debe. Es demasiado bueno. Dios ama a los pecadores. Ama a los ansiosos. Ama a los enrabiados, los amargados y los prisioneros. Ama a los tristes, los enfermos y los desesperados. Ama a los adictos, los traficantes y las prostitutas. Ama a los arrogantes, los libertinos y los ladrones. Ama a los mafiosos, los estafadores y los derrochadores. Ama a los niños pobres y los exiliados. Ama a los positivistas y escépticos; a los poetas y los místicos. Ama a los catequistas, los pastores y los maestros de la ley, también. Menos mal. Estamos todos en la lista. ¿Increíble, no?

Nathan Stone

0 Response to "Salvación. IV Domingo de Cuaresma B"

Publicar un comentario

powered by Blogger | WordPress by Newwpthemes | Converted by BloggerTheme