San Lorenzo de Brindis. Fraile Capuchino


21 de Julio San Lorenzo de Brindis.


Guillermo Rossi, noble patricio de la ciudad de Brindis, escribía hacia 1560 a su hermano Pedro, que se hallaba de cura en Venecia: «Hermano: Pongo en tu noticia cómo el Señor me ha dado un hijo, pero de unas cualidades tan extraordinarias y sobrenaturales que, según lo que ha escrito Dios en su rostro, no me atrevo a decir si es criatura humana o celestial... Te aseguro que, en los pocos meses que tiene, da tales muestras de talento, virtud y santidad, que tiene admirados a todos...».
No parece que exageraba el padre de este «niño prodigio» al hacer las declaraciones ingenuas que acabamos de transcribir, como después se verá.
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En 1559 nació en Brindis Julio César Rossi y Massella, de padres nobles y ricos. A los cuatro años ya tenía caprichos muy distintos de los caprichos ordinarios de los otros niños de su edad y condición. El capricho fue vestir el hábito de los religiosos Conventuales de San Francisco, y andar por las calles de Brindis disfrazado de frailecito. Después del hábito, vino la santa manía de predicar, primero a sus amigos, y más tarde a todo el mundo, dando así los primeros pasos en el oficio que iba a ser el más brillante de toda su vida. Gustaba de oír en la catedral a los mejores oradores; y luego les remedaba en la calle, copiando sus gestos, sus inflexiones de voz, y hasta sus frases que una felicísima memoria le hacía retener con admirable exactitud.
Los Padres Conventuales no podían desprenderse de aquel niño angelical que parecía un San Pablo en miniatura; y frecuentemente le obligaban a predicar en el coro del convento, mirándole embelesados y conmovidos, llorando de dulcísima emoción ante aquel formidable orador de seis años. Un día invitaron al Arzobispo de Brindis para que asistiera a uno de los sermones; y el prelado aceptó gustoso, y se escondió en el coro de manera que el niño no pudiera turbarse al sospechar su presencia. Debió de ser tan elocuente y tan docto el sermón, que el Arzobispo vio claramente al Espíritu de Dios hablando por aquella boca infantil. Abrazó al niño, y le permitió que un día predicase públicamente en la catedral de Brindis.
Fue cosa de ver al niño predicador encaminarse a la imponente catedral, acompañado de dos reverendos Padres Conventuales que eran sus maestros, sus ángeles guardianes..., y también sus discípulos y admiradores. La multitud llenaba las amplias naves del templo, ávida de escuchar al niño santo, cuya vocecita ora sonaba musical como la de un jilguero, ora tronaba grave y majestuosa como la de un profeta. Lágrimas de arrepentimiento, conversiones, sollozos y gritos, fueron el fruto inmediato de aquellas curiosas prédicas.
Pero todavía el apóstol no era más que una bellísima promesa. Los Padres Conventuales no se deslumbraron ante aquella precocidad, y cuidaron del niño. Aquí podríamos decir, guardando las distancias, lo que San Lucas dice de Jesucristo: «El niño crecía en edad, en sabiduría y en virtud delante de Dios y de los hombres».
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Guillermo Rossi, el padre de nuestro Julio César, murió hacia 1573; y el niño fue con su madre a Venecia, a recibir la educación y los cuidados de su venerable tío don Pedro Rossi, sacerdote santo y sabio y rector del seminario de San Marcos de aquella ciudad. En Venecia, nuestro joven comenzó una vida de estudio intenso y de penitencias y oraciones continuas: quería prepararse para el llamamiento de Dios, para la vocación religiosa que ya sentía crecer en su alma.
Un día vio a dos religiosos Capuchinos, y se le fueron los ojos y el alma en pos de los humildes monjes. Jamás había visto hombres de tan celestial continente. Aquellos sayales castaños y pobres, como de antiguos ermitaños; aquel cíngulo con que se ceñían; aquellas barbas majestuosas y cándidas, como las de los grandes profetas; aquellos pies descalzos, que parecían hollar todas las vanidades; y aquellos ojos de humildad y de pureza, fueron para el joven estudiante el colmo de la perfección y el modelo de la santidad. Y después, en sus frecuentes visitas al pobre convento, creyó que aquel era el palacio de la virtud, el castillo de Cristo, su vivienda y su cielo.
Poco tiempo después, en el convento de Verona, un novicio de dieciséis años cambiaba su ilustre nombre, Julio César Rossi, por el de fray Lorenzo de Brindis, y los finos vestidos de seda por el grueso sayal capuchino.
Antes de admitirle, el padre provincial le hizo ver las dificultades y asperezas de la vida religiosa, el total abandono del mundo, la pobreza y la mortificación; y le mostró una de las celdas del noviciado en la que no había más lujos que una cama de tablas, el breviario, las disciplinas y una imagen de Cristo. El joven contestó a todas las objeciones: «Padre, me parece que nada me será difícil si puedo tener en la celda un crucifijo».
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Los fervores del novicio fueron cosa insólita aun entre los santos religiosos de aquella casa; y así se convirtió fray Lorenzo, de simple aprendiz, en maestro consumado de oración, de penitencia y de espíritu franciscano.
Graves fueron las cavilaciones de los padres cuando, al cumplir el joven su año de noviciado, cayó gravemente enfermo: unos decían que aquello era la voz de Dios que quería que fray Lorenzo se santificara en el mundo y no en el claustro; otros pensaban que no era posible privar a la Orden Capuchina de una lumbrera de tal magnitud. Se resolvió esperar un mes para darle la profesión o negársela. En pocos días, gracias a las fervientes plegarias del enfermo, las dolencias desaparecieron, y el novicio hizo su profesión religiosa con más alegría que si hubiese conquistado el mundo.
En Padua empezó el estudio de la filosofía y de las lenguas más importantes. Dícese que se aprendió de memoria toda la Biblia, y la citaba aun en las conversaciones ordinarias con puntualísima precisión. Él mismo afirmaba que si los Libros Sagrados se perdieran, podría, con el auxilio de Dios, volver a escribirlos exactamente en hebreo.
En filología fue un caso excepcional: alcanzó a dominar, con absoluta perfección de acento, giros y modismos, las lenguas francesa, italiana, alemana, española, hebrea, griega y caldea y otras. Los judíos que le oyeron hablar le creían hebreo, y aseguraban que se expresaba con más elegancia y corrección que los mismos rabinos.
Tenía tal memoria que se dijo de él: «Nunca olvidó lo que una vez leyó». A este propósito se cuenta una anécdota graciosa. Había por aquel tiempo en Venecia un famoso predicador dominico, el P. Eberto, muy amigo del padre guardián de los capuchinos. Éste quiso hacer un día una broma a su elocuente amigo. Mandó a fray Lorenzo que fuese a oír un sermón del P. Eberto, y que después escribiese lo que hubiere oído. Obedeció el joven, y escribió todo el sermón al pie de la letra, sin faltar punto ni coma. El padre guardián tomó las cuartillas y se las mandó al P. Eberto con una esquela que decía: «Amigo, tenga cuidado con lo que predica como cosa propia; ya ve que todo estaba escrito por otra mano». El predicador no podía dar crédito a sus ojos cuando leyó las cuartillas, pues el sermón que acaba de predicar era completamente original, sin plagios ni usurpaciones. Pero su asombro fue aún mayor cuando supo lo que había ocurrido; fue al convento de capuchinos y pidió, con gran interés, ver a fray Lorenzo, de cuya cultura y piedad quedó admirado hasta el extremo.
Cuéntase también que su maravilloso don de lenguas, y en especial el conocimiento perfecto del hebreo, fueron dones de la Santísima Virgen a quien fray Lorenzo pidió estas y otras gracias con frecuentes oraciones, para trabajar por la gloria pie Dios y de la Iglesia.
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Las cualidades y virtudes del joven religioso pronto traspasaron los muros de su convento y llegaron a oídos del General de la Orden, el cual le nombró predicador antes de que terminase sus estudios y se ordenase de sacerdote. Fray Lorenzo hubo de aceptar humildemente el cargo, y predicó dos cuaresmas en San Juan de Venecia, y más tarde, en Verona, Padua, Nápoles, Génova, Mantua y otras importantes ciudades de Italia. Los pueblos iban tras él, y casi siempre las mayores iglesias eran insuficientes para contener al público; había que llevar el púlpito a la plaza o colocarlo en medio del campo.
El fruto de estas predicaciones era una bendición manifiesta de Dios. En Venecia, una dama célebre por sus riquezas y por sus escándalos, prorrumpió en amargo llanto en uno de los sermones. En Pavía, un grupo de estudiantes universitarios fue, por curiosidad y tal vez por espíritu de burla o de crítica, a oír a fray Lorenzo. Aquellos jóvenes eran la pesadilla de la ciudad por sus desórdenes y escándalos. Después del sermón buscaron al predicador y cayeron a sus pies llorando de arrepentimiento. Todos prometieron cambiar de vida; y en efecto, unos se encerraron en diversos conventos, y otros expiaron con penitencias y virtudes los vicios de la juventud.
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No podemos omitir un suceso de singular importancia en la vida de nuestro santo: su promoción al sacerdocio y la celebración de su primera misa. La santa misa fue para San Lorenzo de Brindis, durante su larga vida, el panal de todas las dulzuras y la fragua de todas las energías. Nuestro santo tiene rasgos eucarísticos inconfundibles que bien merecen ser puestos ante los ojos de todos los sacerdotes y de todos los cristianos. La santa misa fue el centro y la razón suprema de su vida espiritual. Después de una prolongada meditación preparatoria, el santo subía al altar, todo tembloroso y encendido de fervores. Allí eran los transportes y coloquios con su Dios, los éxtasis inefables. Parecía que Dios aprovechaba esa ocasión para comunicarse con su fiel siervo, sin velos y sin trabas. Las horas se sucedían rápidas en esos coloquios; tres, cinco, ocho horas duraba ordinariamente la misa de nuestro santo; y los acólitos acechaban los gestos y otras señales visibles de contemplación y de fervorosos éxtasis. Unos atestiguaron haberle visto rodeado de llamas, como si ardiese en una hoguera celestial; otros aseguraban que muchas veces le vieron elevado sobre el suelo, como transportado por manos invisibles. Un día, en la corte de Baviera, mientras el santo celebraba su misa, vieron todos los asistentes una clarísima luz que le circundaba y hermoseaba con resplandores celestes. Y esos efectos maravillosos se transmitían también al cuerpo: durante largos años, el santo padeció fuertes dolores de gota, con tal intensidad, que le privaban de cualquier movimiento. Sólo durante la celebración del santo sacrificio, sentía que Dios mitigaba sus dolores. El mismo lo confesaba: «Cuando estoy oficiando en el altar, mis tormentos desaparecen». Se le notaba ágil, rejuvenecido, hacía todas las ceremonias de la misa con soltura y gravedad, con cierta elegancia natural, con admirable exactitud en todos los pormenores litúrgicos. Con razón se ha dicho que las misas de San Lorenzo de Brindis son una página excepcional en la hagiografía cristiana. Se cuenta que viajando una vez por tierras de herejes, y no teniendo dónde celebrar el santo sacrificio, anduvo a pie más de cuarenta millas, con terribles dolores de gota; para no perder la misa. Caminó toda la noche, como llevado por el Espíritu de Dios, y a la madrugada llegó a una iglesia católica en la que pudo celebrar la santa misa con trasportes extraordinarios de felicidad.
Estando en el altar, lloraba con tal abundancia que alguna vez llegó a empapar de lágrimas siete pañuelos; sus amigos y devotos se los repartían después como reliquias, y los enfermos recobraban la salud con sólo tocar aquellos lienzos humedecidos.
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La fama del capuchino llegó también a los augustos oídos del Papa Clemente VIII. El Pontífice le llamó a Roma y le dio el expreso encargo de predicar a los judíos de la Ciudad Eterna. Fray Lorenzo, ante la magnitud e importancia de la difícil misión que se le confiaba, redobló sus oraciones y ayunos, y comenzó inmediatamente su apostolado. Penetró en los tugurios, en los comercios, en las buhardillas y en las sinagogas de los hebreos, inflamado de celo y de caridad, y empezaba siempre sus pláticas con el saludo consabido: «Mis queridos hermanos». Los judíos, al oír este desacostumbrado título de fraternidad, al ver su cariñosa solicitud, al escuchar aquel irreprochable lenguaje de su raza, le cobraron tal simpatía que por todas partes le llamaban «nuestro querido predicador». Y las ovejas dispersas de Israel volvían en gran número al redil amoroso del Buen Pastor.
Un día, el cardenal Spinelli, Legado apostólico en Praga, convidó a varios rabinos de los más eruditos y recalcitrantes a celebrar una disputa pública sobre la religión en su propio palacio. Llamó también al P. Lorenzo, que acudió puntual y sin libro alguno, fiado de la gracia de Dios, y de su feliz memoria que era «toda una librería animada», como dice un biógrafo. Se había preparado con especiales oraciones y con crueles disciplinas extraordinarias. Comenzaron los rabinos, ayudándose unos a otros, citando textos, amontonando citas y autoridades, revolviendo con mucho aparato sus venerables infolios. El capuchino, sin inmutarse, comenzó a destrabar la complicadísima maraña de tan sutiles y numerosos argumentos. Explicó los Profetas que anunciaron a Cristo, confrontó los textos de ambos Testamentos y los compulsó con los escritores judíos, trajo a colación las palabras de los antiguos rabinos, recitó de memoria capítulos enteros de los mismos escritores hebreos; y todo con absoluta seguridad, sin tropezar un punto, y al mismo tiempo con tal aire de ingenua y exquisita cortesía, que los maestros de Israel quedaron aturdidos y confusos. Y varios de los presentes se convirtieron a la verdadera fe, al verla expuesta con tanta claridad, sabiduría y fervor.
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A los treinta y un años de edad, nuestro santo fue elegido Provincial de Toscana y luego de su propia provincia de Venecia; más tarde, Definidor general, Comisario general de Austria, y por último, General de toda la Orden Capuchina (1602). En todos estos cargos fue el hombre providencial, dejando a su paso huellas indelebles de sabiduría, de tino y de fervor, que le hicieron ser considerado como la figura cumbre de su época, el oráculo de la cristiandad en las frecuentes luchas contra el error. La Orden capuchina, en especial, tuvo en San Lorenzo de Brindis, un propagador incansable, una palanca espiritual que levantó a indecible altura las actividades reformadoras de los primeros y difíciles tiempos.
Como apóstol, fue un segundo Vicente Ferrer: incansable, erudito, elocuente, taumaturgo. Cuando San Lorenzo de Brindis predicaba en una ciudad, era día de bullicio y de fiesta. Los labradores dejaban sus bueyes y sus arados; los estudiantes, sus clases; los muchachos, sus juegos y travesuras; los enfermos, sus lechos de dolor. Era imponente aquella figura austera y venerable: alto y robusto de cuerpo, voz timbrada y poderosa, barbas abundantes que los años fueron emblanqueciendo. Pero lo que más atraía hacia su púlpito era aquella unción, aquel fervor con que las palabras salían de sus labios. No es posible formarse una idea aproximada de la eficacia de su verbo candente, si sólo nos contentamos con leer los sermones que nos dejó su pluma. Hay que acudir al prestigio de sus virtudes y al fuego de su alma; hay que recordar sus milagros innumerables y ruidosos.
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Una nueva aureola debía coronar la frente de este hombre extraordinario: la gloria de la diplomacia. El padre Brindis llegó a ser el árbitro de reyes y emperadores, el consejero de los príncipes católicos de toda la Europa cristiana, el brazo derecho de los Papas Clemente VIII y Paulo V en los graves asuntos internacionales.
El año 1599 es una fecha capital en la vida de nuestro santo. Desde entonces hasta su muerte en 1619, el porvenir religioso y aun político de Europa estará en sus manos o dependerá de su acción.
El arzobispo de Praga, monseñor Berka, con el beneplácito del emperador Rodolfo II de Alemania, pide al Sumo Pontífice una misión de capuchinos para detener los avances del Protestantismo. Clemente VIII le manda inmediatamente doce capuchinos bajo la dirección del padre Brindis, a quien nombra Comisario apostólico en Alemania. Los apóstoles llegan a Viena en días críticos para la causa católica: una poderosa armada turca amenaza invadir el territorio húngaro. El archiduque Matías, hermano del emperador, y lugarteniente suyo en Viena, ha huido ante el peligro de las huestes de Mahomet III que se acercan «como una negra tempestad». Los capuchinos entran en la ciudad y comienzan sus tareas con aplauso unánime de la población católica. Fundan un modesto convento en uno de los barrios más pobres y abandonados, y desde allí salen todos los días a predicar por las calles y por los campos, visitan a los enfermos de los hospitales, levantan el caído ánimo de los campesinos, les instruyen, les consuelan; poco a poco, los frailes se van haciendo dueños de todos los corazones.
El padre Lorenzo deja en Viena seis religiosos y va a Praga con otros seis a repetir sus hazañas y sus predicaciones. Funda un convento en la corte y otro en Gratz, con la segunda expedición de religiosos que acaban de llegar de Italia.
Nuestro santo se convierte pronto en el ídolo de la ciudad imperial. Ha llegado a Praga en días de epidemia, y se multiplica en actos de heroísmo, visitando a los enfermos, catequizando a los protestantes, predicando con arrebatadora elocuencia, en las iglesias y en las plazas públicas. Dondequiera que se presenta, la multitud le sigue y le aclama con delirante entusiasmo. No es raro ver, entre las filas de su auditorio, las barbas rabínicas de los maestros judíos o las severas hopalandas de los pastores protestantes.
Pero tampoco faltan las injurias y los ataques traicioneros. Un día, un grupo de protestantes le espera en el Puente Viejo; llega sereno el predicador, y súbitamente se lanzan sobre él con ánimo de asesinarle. Los familiares del Nuncio tienen que intervenir y logran despejar el campo después de encarnizado combate. Pero los protestantes no se dan por vencidos, y promueven una guerra sorda y tenaz contra el padre Lorenzo y sus compañeros.
La población de Praga era, en aquella época de agitación, un conglomerado de todas las sectas y de todos los errores religiosos, gracias a la debilidad del emperador. Los capuchinos tuvieron que sufrir las burlas del pueblo que se reía al verlos descalzos y con sus hábitos descoloridos y remendados. En Viena no andaban mejor las cosas: el populacho, incitado por los protestantes, asaltó el convento, y los religiosos estuvieron a punto de perecer bajo el fuego de los fusiles.
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Repentinamente, el emperador Rodolfo II cambia de conducta. Católico sincero, entusiasta admirador y protector de los capuchinos, amigo de las artes y de las ciencias, tiene la mala fortuna de caer, al mismo tiempo, en las manos del astrónomo protestante Tycho Brahe y en las garras de una terrible neurastenia. El emperador tórnase suspicaz, triste, inconstante y nervioso. Deja a un lado los importantes asuntos del imperio y de la religión, y se entretiene en las pérfidas charlas del sabio Tycho Brahe que domina al soberano con su indiscutible prestigio. El astrónomo le envuelve en sus intrigas, le va saturando de recelos, le maneja como a un muñeco. Rodolfo se siente al borde de la muerte; sus nervios, mantenidos en creciente tensión por el sabio, no le dejan sosegar un punto; las más negras pesadillas atormentan su sueño; ve el puñal homicida en las manos de los capuchinos, frente a un espejo de su palacio, gracias a un hábil truco del astrónomo embaucador; y ordena que los religiosos salgan inmediatamente de sus dominios.
El decreto de expulsión no llegó a firmarse: cuando ya los capuchinos estaban prontos a volver a su patria, el emperador revocó sus órdenes y mandó que no salieran de la ciudad, y aun dio al padre Lorenzo nuevas y abundantes limosnas para terminar los conventos recién fundados.
Nuestro santo visita a sus hermanos infundiéndoles ánimo y asegurándoles que la mano de Dios estará siempre de su parte. En su visita al convento de Viena, se encuentra probablemente con el gran orador y santo religioso, el Beato Benito Passionei de Urbino, que ha llegado de Italia en la segunda expedición de capuchinos, y que será uno de sus más eficaces colaboradores en la predicación y en el sostenimiento de los conventos que empiezan a surgir en Hungría y Alemania.
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Por estos días los turcos renuevan la ofensiva contra el imperio con la toma de Kanizsa; el peligro se agrava por momentos; y hay que hacer algo, rápido y enérgico, para salvar a la cristiandad.
Rodolfo II olvida su neurastenia por algunos días, únese a su hermano Matías emperador de Hungría, y pide al Papa que le mande sus ejércitos. Clemente VIII organiza rápidamente una pequeña armada, nombra capellanes de la misma a los capuchinos, y el padre Lorenzo recibe órdenes del Pontífice para ponerse al frente de la expedición, en calidad de jefe espiritual.
El ejército imperial se reunió en Praga con las huestes papales, y el padre Brindis y sus compañeros montaron a caballo, entre las risas de los soldados luteranos y el asombro de los católicos. El primer choque con el enemigo fue en Stuhlweissenburg (Alba Real), y la batalla duró varios días sin que se supiera quién había de resultar vencedor. El padre Lorenzo fue el que decidió la suerte: galopando por entre las filas de los soldados, llevando el crucifijo en su diestra como única arma, administrando los sacramentos a los heridos y pidiendo fervorosamente en su corazón el triunfo de la causa católica, consiguió lo que a muchos parecía imposible. El enemigo se retiró en desorden; los veinte mil combatientes del ejército imperial habían derrotado a más de ochenta mil turcos; y en el campo del vencedor, todos, jefes y soldados, atribuyeron la victoria al padre Lorenzo. Se contaba que las balas caían a sus pies sin tocarle, y que varias se le habían quedado enredadas en el pelo de la tonsura y de la barba. Unos decían que en todo momento se le vio en los puntos más difíciles, dirigiendo la lucha con sus voces enérgicas de mando, que unas veces eran gritos de animación, y otras, fervorosas oraciones por la victoria. Decíase también que hubo de dejar en el campo cinco caballos, heridos o muertos en el combate.
Los mismos soldados protestantes no pudieron contener su asombro ante las hazañas del intrépido capuchino; muchos volvieron a la fe de la Iglesia Católica, y algunos le siguieron después en la vida monástica.
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Al año siguiente, 1602, San Lorenzo de Brindis fue elegido General de toda la Orden capuchina, y dedicó sus indomables energías a fomentar el genuino espíritu franciscano en las numerosas provincias que visitó personalmente, con un celo impetuoso que, a veces, le acarreó serios disgustos.
Recorrió Italia, Suiza, Alemania, Francia, Bélgica y España, caminando siempre a pie, a pesar de sus fuertes dolores reumáticos que no le dejaban un momento de reposo. Dondequiera que llegaba el santo capuchino, los pueblos le recibían en triunfo, corrían a oír sus sermones, le traían los enfermos para que los bendijera, y aun los herejes e incrédulos se postraban a su paso.
En los conventos era mirado como un nuevo San Francisco, lleno del Espíritu de Dios y adornado con la aureola de la santidad. Pasaba largas horas ante el sagrario, embebido en altísima contemplación, y hablaba a los religiosos con palabras rebosantes de caridad y a veces de santa energía.
El carácter de nuestro santo no debía de ser de una dulzura inalterable; más bien nos le figuramos severo, y a ratos inflexible. La Orden capuchina, extendida prodigiosamente por Europa antes de cumplir un siglo de existencia, tenía el peligro de perder la característica austeridad primitiva, dando cabida a ciertos abusos o libertades que pudieran mitigar su primer rigor. El santo General comprendió el peligro, y se propuso conjurarlo con mano de hierro.
En España encontró un convento demasiado lujoso que le hizo llorar amargamente por la pérdida de la pobreza. Llamó a la comunidad, y exclamó ante los religiosos consternados: «Desventurado convento, que por tu orgullosa vanidad eres indigno de ser morada de los pobres siervos de Cristo; en nombre del mismo Jesús y de San Francisco, yo, indigno vicario suyo, te maldigo. Pero vosotros, hijos míos, no temáis por vuestra vida, porque sois inocentes de este pecado». Pocos días más tarde, estando todos los frailes en una procesión por la ciudad, el convento se derrumbó, quedando en pie solamente la iglesia, que era pobre y muy conforme a la sencillez capuchina.
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En el capítulo de 1605, el padre Lorenzo deja el oficio de General y se retira a Venecia. Allí reanuda sus predicaciones, y lleva la paz al ducado de Mantua que se había alzado en violenta rebelión contra su soberano.
Al año siguiente, el papa Paulo V le confía una misión delicada en Alemania, y nuestro santo vuelve a su antiguo campo de acción, con el nombramiento de Comisario apostólico para las misiones capuchinas de aquella nación; a su paso por Donauwörth, hace prevalecer los derechos de la abadía benedictina en contra de los vejámenes cometidos por los protestantes; llega a Praga, y comienza inmediatamente la formación de una Liga católica de defensa de la fe, entre Maximiliano de Baviera y varios príncipes eclesiásticos. De allí corre a España a conseguir la adhesión valiosa del rey Felipe III, y regresa a Munich con la promesa de ayuda del soberano español.
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Pero nuestro admirable santo no es solamente un hábil diplomático; sobre todas las cosas, es un apóstol de Cristo y un hijo de San Francisco de Asís. En España, con una rapidez increíble, pone los fundamentos de la provincia capuchina de Castilla, consiguiendo un convento en Madrid y otro en los dominios reales de «El Pardo». Felipe III accede gustoso a todas las insinuaciones del padre Lorenzo, gracias a la entusiasta apología que del capuchino hace la reina, la grande y piadosa Margarita de Austria, que le había tratado en su juventud y había recibido sus preciosos consejos y su experta dirección espiritual. El monarca observa con ojo atento al capuchino, y pronto se convence de que es un hombre de Dios; le colma de honores, pide su bendición y sus consejos, y quiere darle un título de grandeza para allegarle más a su corona. Pero nuestro santo sólo aprovecha la benevolencia del rey para gloria de la Iglesia y de su Orden, rehusando cualquier honor o título que se refiera únicamente a su persona.
En la corte de España, el padre Brindis dejó un recuerdo imperecedero de su prudencia y de su santidad. Un día la reina, valida de su confianza con el santo, se atrevió a pedirle una gracia que él sólo podía conceder. Una de las damas de la corte, la más apreciada de los reyes por su virtud, padecía una enfermedad incurable. La piadosa reina solicitó del padre Lorenzo la curación milagrosa de la favorita. El siervo de Dios hizo la señal de la cruz sobre la enferma, y ésta, en presencia de todos y en el mismo instante, se sintió completamente sana.
Otro prodigio tuvieron ocasión de presenciar los reyes y los dignatarios de la corte. El padre Lorenzo regaló a la reina un puñadito de tierra del monte Calvario, asegurándole que sobre ella había caído la sangre de Cristo. Algunos incrédulos se burlaron de la extraña afirmación del capuchino; pero al colocar el santo aquella tierra sobre unos corporales, comenzó a salir sangre fresca y en abundancia, ante los ojos atónitos de los ministros extranjeros y de las damas y caballeros de la corte.
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Vuelto el padre Brindis a Alemania, recorre Sajonia y el Palatinado predicando con la maravillosa elocuencia de su vida ejemplar y de su palabra de fuego. Los pueblos protestantes se convierten en masa; y era tal la fuerza irresistible de los argumentos del predicador, que uno de los príncipes herejes prohibió a sus vasallos ir a los sermones, temeroso de que todos acabasen por abjurar la fe de Lutero.
Por este tiempo sostiene una ruidosa polémica con el célebre predicador protestante Policarpo Laiser, y le obliga a retirarse vergonzosamente, derrotándole con la lógica aplastante de la verdad.
Vuelve después a su patria, coronado de gloria, y prosigue incansable su obra de pacificador en las diferencias entre el rey de España y el duque de Saboya.
Pasa luego al reino de Nápoles; asiste entristecido a las injusticias y arbitrariedades que sufre la población por los caprichos del despótico virrey Duque de Osuna; y se propone terminar cuanto antes con aquellos abusos. Los principales personajes de Nápoles le eligen como embajador extraordinario ante el soberano español; el Papa aprueba y bendice la idea; y el padre Lorenzo se dirige a España con dos compañeros, venciendo antes los manejos del Duque de Osuna, que quiere impedir a toda costa aquel viaje de justicia y de paz.
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Llegó San Lorenzo a Madrid después de un viaje penosísimo, agravado por los frecuentes dolores de gota que las largas caminatas a pie renovaron de manera alarmante. Felipe III se hallaba en Lisboa por aquellos días; y el santo embajador quiso más atender a su deber que a su quebrantada salud, y se puso en camino inmediatamente. En la capital portuguesa, apenas cumplida su importante misión, cayó en cama para no levantarse más. Don Pedro de Toledo le dio el consuelo de sus cuidados y la hospitalidad de su palacio. Los cinco últimos días de la vida del siervo de Dios fueron una fervorosa preparación para el gran viaje a la eternidad. La Eucaristía volvió a ser entonces su fuerza, su esperanza y su alegría; los dos capuchinos que siempre le acompañaban pudieron darle la santa comunión hasta el día de su muerte. El 22 de julio de 1619, fecha en que cumplía 60 años de edad, murió aquel hombre extraordinario, una de las personalidades más complejas y más admirables que ha visto la humanidad.
Su cadáver fue llevado al convento de Clarisas descalzas de la Anunciada de Villafranca del Bierzo, donde actualmente reposa. «A su muerte, toda Europa gimió. El rey de España aseguraba haber sentido esa desgracia tanto como la muerte de su propio padre. El Papa y los cardenales lloraron al recibir la dolorosa noticia». La fama de santidad del gran capuchino fue creciendo por toda Europa y se confirmó con numerosos prodigios. Fue beatificado por Pío VI en 1783, y canonizado por León XIII en 1881.
El biógrafo de San Lorenzo, padre Ajofrín, hace en su obra este retrato de nuestro héroe: «Desde joven empezó a ser de corpulenta estatura, de suerte que, ya grande, descollaba sobre todos en cualquiera concurso. Su rostro, apacible y grave; el color era por lo regular entre blanco y encarnado; pero en los últimos años inclinaba a pálido por el rigor de sus austeridades y continuos trabajos; sus ojos negros, rasgados y majestuosos; la frente despejada; el cabello negro, aunque en la ancianidad tiraba a cano. Era cuasi calvo, pero con perfección; la barba muy poblada y larga, entre cana y roja; la nariz aguileña y proporcionada... Se puede decir de este Pasmo de la Gracia lo que de Catón se celebraba: "Que ni de siete años era niño, ni de setenta viejo"».
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Indudablemente, la figura de San Lorenzo de Brindis es una de las más interesantes que nos presenta la historia del siglo en que vivió. Pero todavía no hemos dicho todo. Hay que recordar que esa vida de continuo ir y venir, sin perder un punto la tranquila serenidad del espíritu ni la perfecta unión del alma con Dios, estuvo en constante producción literaria y científica. Su pluma es un milagro de fecundidad; no acertamos a comprender cómo aquel infatigable viajero, lleno de preocupaciones espirituales y políticas, pudo llenar tantas y tan sesudas páginas que hoy son la admiración de teólogos y apologistas. En el pobre cuarto de la posada, a la luz de mortecino candil, robando al sueño horas preciosas, el santo escribiría vertiginosamente todo lo que su corazón y su inteligencia le iban dictando. Y sin embargo, en esos escritos no se nota la fatiga ni la prisa; parecen redactados en el recinto y sosiego de una copiosa biblioteca; están esmaltados de citas y de textos bíblicos, a veces en caracteres hebreos o griegos; suponen un prodigioso dominio de la cultura eclesiástica y profana de la época.
Obras de exégesis bíblica, sermones, comentarios, panegíricos, discursos, consideraciones sobre la vida religiosa, apologética y controversia; verdaderas obras maestras de erudición, a veces profundas y áridas como un abismo, a veces galanas y perfumadas como un jardín.
La historia, que no siempre es justiciera, había olvidado en parte la formidable labor de San Lorenzo de Brindis. Hoy se hace plena justicia a sus méritos. Hombres estudiosos e imparciales reconocen que San Lorenzo fue un acérrimo defensor de la verdad católica y un maravilloso expositor de los misterios de la fe; y que, en la rica y variada colección de sus obras, campean la elegancia del lenguaje, la cultura teológica y patrística, la fuerza del raciocinio y la singular efusión de una alma endiosada.
Los modernos editores de sus obras (Padua, 1928 y siguientes) dicen en la introducción al «Mariale» que «si la vida de San Lorenzo fue un cántico del corazón en honra de la Virgen, sus escritos marianos pueden llamarse un cántico de la inteligencia». Véase este original pasaje de un sermón sobre el Ave María: «¡Dichosos y bienaventurados aquellos que, inspirados del Espíritu divino y movidos por el afecto sincero del corazón, como enviados por Dios en compañía del arcángel San Gabriel, se acercan a la Virgen, la saludan con el ángel, la honran, la adoran y felicitan con vivo espíritu y con piadoso afecto de interna devoción! Porque no es posible que la Virgen no les devuelva su saludo. El ángel se retiró feliz, después de conseguir su petición; así también, los que la saludan con él, no podrán retirarse de su presencia sin una riquísima consolación del alma y sin copiosos favores y dones celestiales!» ¡Bellísima manera de incitarnos al rezo fervoroso y frecuente de la salutación angélica!
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Entre las obras de San Lorenzo de Brindis, «muchas, devotas, graves y sapientísimas», merece singular mención la monumental refutación del Protestantismo, titulada «Lutheranismi hypotyposis». La palabra «hypotyposis», algo extraña para los lectores profanos de nuestros días, significa, según lo declara el mismo santo, imagen clara, retrato exacto o exposición fidedigna; es decir, que en el libro se combate con argumentos sacados de la misma doctrina luterana. Dicha obra, verdadero arsenal de conocimientos, está dividida en la siguiente forma: Hypotyposis de Martín Lutero; Hypotyposis de la Iglesia y de la doctrina luterana; Hypotyposis de Policarpo Laiser.
El plan general de esta obra es el mismo para todas sus partes: el santo escritor saca a la luz pública los errores protestantes, desmenuza las teorías de los heresiarcas, pulveriza sus argumentos, pone de manifiesto las falsedades, obscenidades y delirios de Lutero y de Laiser, con palabras textuales tomadas de las obras de los mismos adversarios, y muestra sus paradojas, sus sofismas y falacias en la interpretación arbitraria de la Sagrada Escritura. Comienza por aquel texto de Cristo: «No puede un árbol bueno dar malos frutos, ni darlos buenos un árbol malo»; y termina con aquellas otras palabras de aplastante lógica: «Por sus frutos los conoceréis».
El principal adversario de nuestro santo fue un teólogo luterano llamado Policarpo Laiser, gran hablador, erudito no despreciable, hombre que se enorgullecía de sus fáciles triunfos oratorios, y que era llamado por sus secuaces «el Fósforo de los teólogos», «el Doctor hermosísimo», «el Teólogo sincero y ortodoxo», y otros títulos no menos pomposos y retumbantes. San Lorenzo de Brindis se encargó de desinflar ese globo de vano viento con golpes certeros y repetidos. Laiser tuvo que retirarse del campo de la polémica y se esfumó misteriosamente. Más tarde, San Lorenzo escribió la refutación de los errores de Laiser; pero no quiso publicar su obra por un exceso de delicadeza: su rival había muerto por aquellos días, y el santo juzgó que la aparición de su libro sería mirada como un acto innoble contra el hombre que «ya no podía defenderse».

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Lorenzo de Brindis, en Ídem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 65-87

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